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martes, 20 de diciembre de 2016

DE LA NATIVIDAD DE CRISTO (Santo Tomás de Aquino)

DE LA NATIVIDAD
DE CRISTO
(Santo Tomás de Aquino)
(primera parte)


Después de las cuestiones que el Angélico dedica a la concepción de Cristo, viene, al fin, a la natividad del Salvador, que abarca ocho artículos. La solución de los cinco primeros radica en lo que los teólogos llaman comunicación de idiomas. La fe católica venera en Cristo la naturaleza divina y la humana, unidas en la persona divina, A poca atención que se ponga en los evangelios, echamos de ver en ellos que se atribuyen a Jesucristo cosas que son de la humanidad y otras que son propias de la divinidad. Empezando por San Lucas, vemos que el ángel dice a María que su Hijo será grande y llamado Hijo, del Altísimo y que le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, Luego, que lo engendrado en ella será santo, Hijo de Dios. San Juan, en el prólogo de su evangelio, comienza hablándonos del Verbo, que estaba en Dios y que era Dios, por quien fue hecho cuanto fue hecho, que se hizo carne y habito entre nosotros, que nos ha dado a conocer al Padre. El mismo Jesús que habla de su próxima pasión y de su resurrección, que ora a su Padre, que se entristece hasta la muerte, es el mismo que llama a Dios su Padre; que declara ser uno con el Padre, que ha existido antes que Abrahán, y otras cosas tales que no convienen al hombre, que todos ven y oyen, sino a Dios, a quien nadie alcanza a ver sino en sus obras. De igual modo habla el Apóstol, en el comienzo de la Epístola a los Hebreos, del Hijo, por quien el Padre nos hablo en estos días, que es heredero de todo, por quien el Padre hizo el mundo, que es el esplendor de su gloria y la imagen de su substancia, que con su palabra sustenta todas las cosas y que, sin embargo, realizo la purificación de los pecados con el sacrificio de sí mismo, ¿Cómo explicar este misterioso lenguaje? Según el lenguaje corriente, las acciones o pasiones son del supuesto de la persona. Ella es la que piensa con el entendimiento, la que mira con los ojos, la que digiere con el estómago, la que anda con los pies, la que sufre los dolores, la que posee bienes, la que llama a su padre o a su madre, la que muere y la que resucita; Todas estas cosas se atribuyen a la persona o supuesto, no obstante que las unas son obras de la parte espiritual, las otras de la sensitiva y las otras de la parte más baja, que es la vegetativa.

Conforme a esto se dice que Cristo, Hijo de Dios, nació en Belén y como Cristo es Hijo de Dios, engendrado del Padre desde la eternidad, por esto hemos de atribuirle dos nacimientos: uno eterno, como Verbo de Dios, y otro temporal, como Hijo de María. Y, asimismo, María es Madre de Cristo, y como Cristo es Hijo de Dios y Dios consubstancial con su Padre, también debemos decir que María es Madre de Dios, Finalmente, aunque ofrezca alguna dificultad, tenemos que decir que en Cristo, Hijo del Padre Eterno y de la Madre temporal, engendrado ab aeterno del Padre y engendrado de la Madre en el tiempo, hay dos filiaciones, una que lo une al Padre y otra que lo une a la Madre. De todos estos puntos, uno ha habido que tuvo grande resonancia en la historia de la Iglesia es el cuarto: Si María se debe llamar Madre de Dios. Y muy digno de notar, porque es en este punto en el que el pueblo cristiano vino a entender el veneno heretical que se ocultaba en las sutiles explicaciones de teólogos y exegetas.   



En el siglo IV, uno de los obispos que con más ardor había defendido la divinidad del Verbo y su consubstancialidad con el Padre sintió la necesidad de explicar esa unidad de Jesucristo, indispensable, según él bien pensaba, para darse cuenta de la obra redentora, que no podía ser llevada a cabo sino por Dios. Si en Cristo hay dos naturalezas completas, perfectas, ¿cómo unirlas? Tanto más que la naturaleza humana, inteligente y libre, no se sometería a la divina. Para resolver este conflicto posible y, a su juicio, necesario entre dos naturalezas perfectas, resolvió Apolinar mutilar la naturaleza humana, eliminando de ella la mente, la inteligencia y la voluntad. En Jesucristo, pues, había cuerpo, alma sensitiva, pero el Verbo divino hacía las veces del alma inteligente. Así se realizaría la expresión de San Juan el Verbo se hizo carne, se encarnó. Para combatir semejante error en la fe, Diodoro de Tarso, Teodoro de Mopsuestia y Nestorio insistieron en la perfección de la naturaleza humana en Jesucristo, afirmando de El no sólo el cuerpo y el alma con su inteligencia, voluntad y libre albedrío, sino, también la, personalidad, el yo humano. Habría, pues, en Jesucristo dos personas, la persona divina y la humana, el yo humano y el yo divino. La unidad de Jesucristo resultaba de la unión de ambas, de su perfecta conformidad en el querer y obrar. De esta unión moral de las dos personas, la del Verbo y la del hombre, resultaba un tercer yo, la persona de Cristo, una en la gloria, en la dominación, en la confesión y en la adoración de la Iglesia. Sin duda que los fieles no entendían todas estas sutilezas de los teólogos y exegetas bizantinos. Sólo cuando un predicador desde la cátedra, en la iglesia de Constantinopla, dijo que María no debía ser llamada Madre de Dios, sino Madre de Cristo, como la llama el Evangelio, el pueblo se dio cuenta del error por las perniciosas consecuencias que se le ofrecían. El patriarca Nestorio intervino, tratando de explicar los dichos del predicador; pero tales explicaciones no bastaron a calmar los ánimos populares, que acabaron por convencerse de que su obispo se había apartado de la verdadera fe, negando en María el título de Madre de Dios, que la tradición cristiana y la doctrina de los antiguos doctores les habían enseñado, a venerar. Bien entendían que la Virgen no había engendrado la naturaleza divina, eterna, sino la naturaleza humana; pero sabían que el niño concebido y dado a luz por María era el Hijo de Dios, y, por tanto, que María, su Madre, debía ser llamada Madre de Dios. Que tampoco los padres engendran más que el cuerpo humano, siendo el alma creada por Dios y, sin embargo, se dice que la madre lo es del hijo que engendra, y no sólo del cuerpo de éste, porque el término de la generación es el yo, la persona. El error de Nestorio fue condenado en Éfeso el 22 de junio de 43I por el tercer concilio general de la Iglesia, que presidió San Cirilo de Alejandría en nombre del papa Celestino 1. El pueblo se asoció con sus aclamaciones a la sentencia de los Padres, como antes se había juntado a las protestas contra el patriarca hereje, que pretendía quitar de la corona de María la perla de su titulo de Madre de Dios.

l. El parto de María

Según el Génesis, una de las penas impuestas a la mujer fue la de parir a sus hijos con dolor, y los dolores de parto son contados en la Biblia como término de comparación de los dolores máximos que al hombre pueden afligir. Se originan estos dolores de la «apertione meatum, per quos proles egreditur», dice Santo Tomás. Ahora bien, nada de esto sucedió en María, cuyo parto fue virginal y milagroso, como lo había sido la concepción; y San Lucas lo indica al decir que ella misma lo envolvió en pañales y lo reclinó en el pesebre (Lc. 2,7). En cambio, hubo en él «summa iucunditas». Es natural la alegría en la madre de ver al hijo nacido, y el Salvador lo dice, porque ha nacido un hombre en el mundo (lo. I6,2I). Esto debe ser mayor en la madre que da a luz a su primogénito. María, conocedora del misterio en ella realizado, sabía que su hijo era el Hijo de Dios, el Mesías, que venía a cumplir las promesas hechas a Israel, promesas que ella, con la luz de que gozaba, entendía en su sentido divino. Todo esto era para ella causa de sumo gozo, al que se añadían las circunstancias que rodearon el nacimiento.

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