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lunes, 21 de noviembre de 2016

RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL


SOLOVIEV
(CONTINUACIÓN)

De ahí que el español se da por entero, para obligar Dios a fijarse en él; es decir, para provocar su predilección. Los españoles saben perfectamente que el exclusivismo judío tiene plazo fijado, trascurrido el cual habrá de resolverse en la integración real, efectiva y universal del género humano en el Remo de Dios —si su caída es la riqueza del mundo y su menoscabo la riqueza de los gentiles, ¡cuánto más lo será su plenitud! (Rom., XI, 12)—, y de que, en consecuencia, sería ridículo en pretender adoptar actitudes de predilecto ya desde el principio, cuando se sabe que la predilección está ahí como simple y difícil norte por conseguir. Descúbrese en la acritud patriótica del ruso análogo racismo al que denunciaba Maeztu en los pueblos nórdicos y aún en Francia; eso sí que de tipo mucho más peligroso, porque se encuentra apoyado, falsamente apoyado, en motivos religiosos. Oyendo a Solovief es imposible evitar la imagen de la oración de aquel hombre que creía no ser como los demás hombres, y que, precisamente, por creer que no lo era, atrajo sobre su cabeza la reprobación de la Verdad absoluta. ¿No sería éste, tal vez, el caso de Rusia? Ateniéndonos, pues, al aspecto histórico de la obra de Solovief y juzgándolo a la luz de los acontecimientos posteriores, se impone la sensación de su fracaso. Al analizar, empero, su concepto de la Iglesia v su manera de fundamentarlo en el misterio mismo de la Trinidad, es imposible, ante tal derroche de poderío intelectual, no sentirnos presa de la más profunda admiración.

XXVII

Toda la doctrina de Solovief acerca de la Iglesia viene a constituir un comentario hondo y certero sobre el gran pensamiento paulino de que la –plenitud de la ley es el amor (Rom., XIII, 10). Para él, la Iglesia es, como para Bossuet, Jesucristo difundido y comunicado; como para Helio, la ocupación de la carne por el Verbo. Porque ambos pensamientos no constituyen en realidad más que tino solo, que es el mismo, utilizado como fundamento por San Pablo al aconsejarnos que nos revistamos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad de verdad (Eph., IV, 24). El germen de la vida eterna, sembrado por el bautismo en los surcos del alma, está destinado de suyo a desarrollarse y compenetrarse del todo con el organismo psíquico del hombre. Dentro del alma del justo, se realiza un proceso santificador —deiformante— cuyas etapas guardan, por su naturaleza y la posición lograda en el conjunto, estrecha analogía con ese fenómeno tan sencillo en apariencia a la vez que tan misterioso en su íntima realidad, que es la resolución de la simiente en árbol, o del principio generador masculino en un ser sensitivo. El santo o simplemente el cristiano normal, que eso y no otra cosa es el santo, al igual de los seres orgánicos, es una síntesis, una resultante de haberse conjugado la naturaleza humana con las posibilidades divinizadoras de la gracia.

En uno y otro caso se verifica la colusión del principio activo v del pasivo; de las virtudes vegetativas o el principio masculino con los judíos dueños de la tierra o la sangre materna; del principio divino con el ser mismo del hombre. Por eso la santificación exige tiempo. No por carencia de virtualidades en la gracia, sino porque la naturaleza humana, es tragada por la culpa original, no puede normalmente, a no ser por una suspensión milagrosa de las leyes establecidas, doblegarse instantáneamente ante el influjo divino. Qui te creavit sine te non te redemit sine te; este gran pensamiento agustiniano encuentra aquí su plena aplicación. Si en alguna ocasión debe entrar en juego la libertad, indudablemente que es al jugarse el hombre su destino eterno. Entonces es cuando debe mostrarse más dueño, más señor de sí mismo; más hombre, en suma. Porque nunca el hombre es más, hombre que cuando se entrega en manos de Dios. Y lo normal es que se vaya entregando paulatinamente, aunque la decisión de hacerlo sea instantánea.

Las obras de Dios son armonía. Al modo como la simiente va bebiendo silenciosa los jugos de la tierra o el germen animal se va alimentando de la sangre materna, así también el principio vital divino va absorbiendo las fuerzas naturales del hombre y dándoles perfil sobrenatural. Con una diferencia, sin embargo, y es que, por privilegio del espíritu, no hay aquí sustitución de esencias. La naturaleza humana se va poco a poco deificando sin dejar de ser humana. Así es como, manteniendo por el preciso influjo de la gracia su condición humana con más y más perfección, la esencia v facultades del hombre, supuesto que no opongan resistencia, llegarán un día a ser también deiformes, divinas. Así es como mientras el hombre viejo es síntesis de alma y cuerpo, el hombre nuevo lo es de naturaleza y gracia. Pero eso es el término, la culminación y cima del proceso. Al iniciarse éste, el complejo organismo sobrenatural, aunque y porque está en germen dentro del alma justificada, le permanece a ésta, como realidad definitiva, en cierto modo extrínseco. La semilla puede resolverse en árbol, pero no es árbol; el principio generador humano puede resolverse en hombre, pero no es hombre; el germen de la vida eterna puede resolverse en un santo, pero no es un santo. Aún no han llegado, ni si quera comenzado, a diferenciarse en él las funciones sobrenaturales cuyo desarrollo lo harán fraguar, con el concurso del alma donde reside, en un santo de Dios. Este permanece aún, como organismo constituido, en las penumbras de la pura posibilidad. Por eso es que Solovief, al contemplar a la Iglesia en cuanto templo de Dios descubre con realidad inicialmente extrínseca al cristiano. Porque el cristiano, evidentemente, al comienzo, no es Jesucristo.

XVIII

Lo será cuando, nutriéndose de los jugos de la naturaleza humana, el germen de vida eterna, haya completado su desarrollo v conseguido la estatura que para el alma en cuestión le hubiere asignado desde toda eternidad la Providencia divina. Lo cual tampoco habrá de conseguirse sino cuando el alma humana, por su parte, se hubiere dejado absorber totalmente por la gracia. De aquí se deduce una consecuencia capital si se considera además que, no ya en cuanto participada por el alma sino en su propia e intrínseca realidad, la gracia es la vida misma de Dios; la de que inevitablemente ha de actuar como vínculo de unión de los cristianos entre sí y de todos ellos con el mismo Dios por Jesucristo. Una vez actualizadas sus posibilidades todas de divinización, ya no será exterior el alma a la Deidad, sino que, al contrario, vendrá a sumergirse en el seno de donde fue engendrado el Verbo antes de la aurora; pero entonces Dios vendrá también a hacer mansión en ella. Cuando el templo de Dios, por reiteración de este proceso, haya venido a compenetrarse con todos los cristianos, o sea —para usar la expresión propia de San Pablo—, cuando el cuerpo de Cristo haya alcanzado su estatura perfecta (Eph., IV, 13), entonces el Verbo eterno se habrá encarnado, en cierto modo, en la humanidad predestinada, comenzando en tales momentos a ser realidad venturosa la sociedad perfecta, la esposa de Dios.

El estado cristiano, lo que Solovief denomina la Iglesia en cuanto cuerpo viviente de Dios, viene a ocupar así en la mente del gran ruso la posición excepcional de tránsito desde el templo de Dios hasta la esposa de Dios, con lo cual estas dos últimas realidades quedan a su vez constituidas, por lo mismo, en principio y término, respectivamente, de un gigantesco movimiento histórico: el de la Humanidad predestinada en marcha hacia su divinización. La historia universal se nos viene a revelar bajo esa luz como el proceso de integración de la Humanidad en  la Deidad.


¡Visión de sublime grandeza! ¡Cuán luminosa se nos aparece ahora la misión del Estado cristiano, del cuerpo viviente de Dios! Colaborador necesario de la Iglesia considerada como unidad jerárquica o sacerdotal, la unidad regia recibe por misión fundamental plasmar lo que puede ser plasmado, el elemento humano, para con ello, como principio pasivo, hacer fraguar la esposa de Dios. Llegamos aquí a la plena justificación a priori del pensamiento de Solovief. Desde el momento en que la condición de cristiano nos es connatural al hombre; en otras palabras, desde que la realidad subsistentísima que es la Vida misma divina adquiere, por su existencia intencional en el ser caracteres de accidente predicamental, se impone la necesidad absoluta de un proceso integrador —guardadas, por supuesto, las distancias— es la propia esencia humana en lo divino, y, por lo mismo, debe admitirse, también como de necesidad absoluta, la existencia de cierta realidad que venga a constituir un instrumento en manos de la unión jerárquica, desde el momento en que se abre un campo de acción dentro de cuyos límites el templo de Dios carece formal y directamente de autoridad.

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