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miércoles, 16 de noviembre de 2016

Los Martires Cristeros

El Calvario de un Apóstol
(continuación)


Pero no contaba con la huéspeda y era que los católicos de Valparaíso, habían decidido oponerse, a como diera lugar, a la salida de los padres y jóvenes, y poner un ¡hasta aquí! a los desmanes del militarote. El 3 de marzo, todos los habitantes de la ciudad se habían echado a la calle, con reconcentrada ira, y Ortiz,' que no tenía a sus órdenes sino quince esbirros, temeroso de que la aventura le costase la vida, dio órdenes de que se libertara a los detenidos, por el momento, con la añadidura de que se presentaran ellos voluntariamente y lo más pronto posible en Zacatecas, a donde tenía que marcharse inmediatamente por "obligaciones del servicio" y salió de estampida de la población, sin detenerse siquiera unos momentos para desayunarse, porque la tormenta contra él se formaba amenazadora en las calles cada vez más llenas de gente resuelta.

Los buenos vecinos querían oponerse a la orden arbitraria que había formulado Ortiz al escapar tan vergonzosamente de Valparaíso, de que se 300 presentaran los ya libres, en Zacatecas por su propia voluntad; pero como medida de prudencia acordaron al fin. Ema unas de las principales señoras y señoritas de la población marcharan al día siguiente en coche a la capital del estado, para avistarse con Ortiz y pedirle amablemente la revocación de la orden. Recibidas por el general con el lenguaje y modales propios de un tipo cavernario como él, reiteró con grandes amenazas su orden, sin ceder un ápice. Y las buenas señoras acudieron entonces al gobernador interino, hombre más moderado, para que influyera en su favor con el milite. Pero el señor gobernador temía los furores de la fiera, y aconsejó a las señoras, que hicieran venir a los citados por Eulogio, y él vería la manera de aplacarlo después, viendo que le habían obedecido.

Y así fue cómo el 20 de marzo los dos sacerdotes y los tres jóvenes se pusieron en marcha y llegaron a Zacatecas, dirigiéndose inmediatamente a la casa del gobernador para ponerse bajo su amparo. Recibidos los sacerdotes y jóvenes por el gobernador de Zacatecas, éste les aconsejó que se refugiaran en alguna parte mientras hablaba con Ortiz y los cinco se acogieron al Hospital de San José, en donde se encontraba una hermana del señor cura, la madre Rafaela, de las Religiosas Mínimas. Pero al día siguiente los "delincuentes" sin delito, recibieron un recado del mismo gobernador diciéndoles se presentaran en la casa del general. Este los recibió con una sarta de insultos y palabrotas propias de esta clase de gentuza, y después de haberles reprendido por no haber venido más pronto, y dando orden al secretario de la jefatura de que los consignara al Ministerio Público, los mandó encerrar en un inmundo sótano, en donde no había más que un solo petate deshecho para que pudieran descansar, y allí los tuvo del 10 al 13 de marzo. Naturalmente para ahorrarse el gasto de darles de comer, permitió que algunas señoras católicas de la ciudad les enviaran alimentos y algunas cobijas.

El 13 de marzo, ya por orden del Ministerio Público, fueron trasladados a la cárcel de Santo Domingo, en donde tanta confianza mostraron los guardias de que no se escaparían, que durante el día los tenían en una celda con las puertas abiertas y permitieron a todos los que deseaban hablarles, entraran como a un salón de recepción, lo que aprovecharon los católicos zacatecanos para llevarles alimentos y otros auxilios necesarios en aquella situación. Por fin el 16 de marzo, el Juez de Distrito sentenció que fueran puestos en libertad por no haber delito que perseguir. La justa sentencia se convirtió como era de esperarse, en el ridículo más sonado y estrepitoso que jamás había tenido el general Ortiz. Furioso, echando venablos y maldiciones por aquella su boca de alcantarilla, juró públicamente que había de vengarse del cura Correa, a quien manifestaba el odio más irracional y perverso. Pero a pesar de las amenazas, de darles él mismo personalmente la muerte si volvían a Valparaíso, los detenidos y libertados, con la venia del prelado de la Diócesis, volvieron a la parroquia en donde fueron recibidos en triunfo, entre lágrimas, vítores y enramadas de flores por los habitantes, lo que como se comprende fue otro fracaso del jefe de las armas, y exacerbó hasta lo indecible su odio cavernario.


Llegó por fin el momento, tan luctuoso de nuestra historia, en que el Episcopado Nacional se vio obligado por las innumerables exacciones que sufrían de los perseguidores, los sacerdotes de toda la República, a suspender el culto público y abandonar las iglesias al cuidado de los seglares católicos. Los que vivíamos en aquellos días tremendos ya recordaremos el dolor inmenso de toda la nación. Los sacerdotes naturalmente, absteniéndonos como era debido por obediencia a los prelados, de ejercer el ministerio en público, tuvimos que convertir a todo el país en una inmensa catacumba, y en las casas particulares de los fieles, en los sótanos y las bodegas de las ciudades, en las humildes chozas de las rancherías, en dondequiera que podíamos estar a resguardo de los furores de la persecución celebrábamos los santos misterios en privado, ante grupos reducidos de personas que, recatándose entre las sombras de la madrugada y muchas veces en las de la noche, iban, como en la antigua Roma en los principios de la Iglesia, reuniéndose sigilosamente para asistir a la Santa Misa, recibir la comunión y confesarse. El señor cura Correa fue uno de los denodados e infatigables apóstoles "circulantes" de aquellos terribles días, y su labor fue tanto más meritoria y fatigosa, cuanto que se dedicó a recorrer las rancherías y las humildes moradas de los pobres campesinos donde no se podía encontrar ninguna de las comodidades, que ofrecían las ciudades. Día y noche por los vericuetos de las serranías, por las barrancas de la campiña, muchas veces a pie, algunas en burro u otra cabalgadura, vestido como uno %de los campesinos, y llevando el Santísimo Sacramento en una cajita lo más decente posible, guardada en un morral, junto con sus vestiduras sacerdotales, se le podía encontrar recorriendo aquellos inmensos escondrijos, páramos y pantanos, en busca de los pobres fieles para llevarles los auxilios espirituales. Ciertamente que aquellos días fueron para el señor cura una subida al Calvario como la que precedió a la Crucifixión de Nuestro Salvador.

La situación se agravaba por momentos, la persecución rugía por todas partes, los católicos vejados sin consideración eran aprisionados y muchos de ellos asesinados... No era posible resistir impávidos a tantas ruinas. Y ¡surgieron entonces los cristeros! En Valparaíso, la parroquia del padre Correa, los obreros del "Sindicato León XIII" se levantaron en armas y naturalmente, aunque el señor cura no había tomado parte en aquello, el odio de Eulogio Ortiz, lanzó la calumnia de que él era el jefe oculto de aquellos valientes. El general Quintanar, que como vimos juró vengar a los mártires de Chalchihuites, entró en Huejuquilla donde estaba su familia y logró derrotar completamente a los federales que huyeron hacia Valparaíso, furiosos por la derrota, que atribuían, "porque sí", al padre Correa. Este en aquel intervalo había andado en otras ocupaciones muy distintas de movimientos militares. Temeroso de los desmanes que inevitablemente habían de cometer las tropas callistas enviadas contra los cristeros, logró persuadir a varias familias católicas entre las que se contaba la misma del señor cura, y las Religiosas Mínimas de Huejuquilla y Valparaíso salieran para Fresnillo en busca de mayor tranquilidad, y a los muchachos seminaristas del seminario menor, los condujo él mismo primero a Fresnillo y luego a Aguascalientes, de donde habrían de salir un poco más tarde para los Estados Unidos, y allí continuar sus estudios juntamente con los del Seminario

Mayor de Zacatecas, refugiados también en la nación vecina. Luego volvió a Fresnillo en diciembre, porque una de sus hermanas había enfermado de gravedad, y allí continuó su labor apostólica supliendo a los sacerdotes de aquella ciudad, que habían tenido que salir para otras poblaciones, huyendo de la persecución. Y al fin el 23 de diciembre, él mismo fue a refugiarse en la Hacienda de San José de Sauceda de la Municipalidad de Valparaíso, cuyo dueño D. José Ma. Miranda le había instado, para que se retirase a ella como lugar más seguro.


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