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miércoles, 30 de noviembre de 2016

LA RELIGIÓN DEMOSTRADA LOS FUNDAMENTOS DE LA FE CATÓLICA ANTE LA RAZÓN Y LA CIENCIA - por P. A. HILLAIRE

INMORTALIDAD DEL ALMA


CONCLUSIÓN.

O el infierno eterno existe, o Dios no existe; porque Dios no es Dios, si no es sabio, justo y Señor soberano. Pero como quiera que sea imposible, a menos de estar loco, negar la existencia de Dios, así también fuera menester estar loco para negar la existencia de un infierno eterno. La existencia del infierno es un dogma de la razón y un artículo de fe. Con el dogma del infierno acontece lo que con el dogma de la existencia de Dios: el impío puede negarlo con palabras, su corazón puede desear que no exista, pero su razón le obliga a admitirlo. La misma rabia con que el incrédulo niega este dogma prueba a las claras que no puede arrancarlo de su espíritu: nadie lucha contra lo que no existe; nadie se enfurece contra quimeras. Es tan difícil no creer en el infierno, que el propio Voltaire no pudo eximirse de esta creencia. A uno de sus discípulos, que se jactaba de haber dado con un argumento contra la eternidad de las penas, le contestó: “Os felicito por vuestra suerte;  yo bien lejos estoy de eso”. Voltaire tembló en su lecho de muerte, agitado por el pensamiento del infierno, y la muerte de ese impío ha hecho decir: “El infierno existe”. J. J. ROSSEAU, sofista mil veces más peligroso que Voltaire, no se atrevió a contradecir la tradición universal, y se contentó con volver la cabeza para no ver el abismo: – No me preguntéis si los tormentos de los malvados son eternos; lo ignoro – No tuvo la audacia de negarlo. ¡Tanta autoridad y fuerza hay en esas tradiciones primitivas que Platón conoció, que Romero y Virgilio cantaron y que se encuentran en todos los pueblos del Viejo y del Nuevo Mundo; tan imposible es derribar un dogma admitido en todas partes, a despecho de las pasiones unidas desde tantos siglos para combatirlo! 

56. P. ¿Qué valor tienen las suposiciones ideadas por los incrédulos para suprimir la eternidad del infierno?

R. Contra la eternidad del infierno no se pueden hacer más que las tres siguientes hipótesis:

° o el pecador repara sus faltas y se rehabilita;
2° o Dios le perdona sin que se arrepienta;
3° o Dios le aniquila.

Estas suposiciones son contrarias a los diversos atributos de Dios y están condenadas por la sana razón.

1° Para explicar lo que sucederá más allá del sepulcro, ciertos incrédulos modernos proponen teorías absurdas. Juan Reynaud (Tierra y Cielo), Luis Figuier (El Mañana de la Muerte) y Flammarión (Pluralidad de los mundos habitados) renuevan el viejo error de la metempsicosis, y suponen que las almas emigran a los astros para purificarse y perfeccionarse cada vez más. Todas estas teorías no pasan de ser afirmaciones gratuitas, ilusiones y quimeras que hacen retroceder la dificultad sin resolverla. ¡Si es posible rehabilitarse después de esta vida, no hay sobre la tierra sanción de la ley divina! ¿Para qué inquietarse en esta vida? ¡Ya nos convertiremos en los astros! Y si, después de varias peregrinaciones sucesivas, el hombre sigue siendo perverso, ¿será condenado a errar eternamente de astro en astro, de planeta en planeta?... Pero en este caso, el hombre no llegaría jamás a su meta, lo que es contrario al sentido común. Por lo demás, si después de la muerte existiera un segundo período de prueba, nada impediría que hubiera un tercero, un cuarto, y así sucesivamente. ¿Adónde llegaríamos? Llegaríamos a esto: que el malvado podría pisotear indefinidamente las leyes de Dios y burlarse de su justicia Esto no puede ser: La muerte es el fin de  la prueba, la eternidad será su término.

2º ¿Puede Dios perdonar al pecador en la vida futura? 

No; esto es imposible. El perdón no se impone, se otorga y no se concede sino al arrepentimiento. Ahora bien, el réprobo no puede arrepentirse, porque la muerte ha fijado su voluntad en el mal para toda la eternidad. Ya no es libre. El infierno es para él un centro de atracción irresistible, y es tan imposible para el desgraciado elevarse a Dios por un movimiento bueno, como lo es para la piedra elevarse a los aires por sí misma. Las agujas de un reloj cuyo movimiento se detiene, marcarán siempre la misma hora; un alma detenida por la muerte en el mal, seguirá marcando lo mismo por toda la eternidad. Además, el perdón concedido por Dios en la vida futura destruiría toda la eficacia de la sanción de la ley divina. ¿Qué podría detener al hombre en el momento de la tentación, si abrigara alguna esperanza de obtener su perdón en la eternidad? ¡Cuántos perversos se entregarían gustosos a la práctica del mal, si el infierno no fuera eterno! Y si el temor de las penas eternas no sujeta a todos en el sendero del deber, la idea de castigos temporales no ejercería sobre ellos ninguna influencia.

3º ¿Puede Dios aniquilar al culpable? 

No; Dios no puede aniquilarlo sin ir contra los atributos divinos, y esto por diversos motivos:

El aniquilamiento es opuesto a todo el plan de la creación. Dios ha creado al hombre por amor, y le ha creado libre e inmortal; pero quiere que el hombre le glorifique por toda la eternidad. Dios no puede, por mucho que el hombre haya abusado de su libertad, cambiar su plan divino, porque entonces resultaría esclavo de la malicia del pecador. Dios quiere ser glorificado por su criatura y, no podría ser de otra suerte. Es libre el hombre para elegir su felicidad o su desdicha; pero de buen o mal grado, la criatura debe rendir homenaje a la sabiduría de Dios, que es su Señor, o celebrando su gloria en el cielo, o proclamando su justicia en el infierno.

Si Dios aniquilara al culpable, su ley carecería de sanción eficaz. Para el pecador el aniquilamiento, lejos de ser un mal, sería un bien. Eso es, precisamente, lo que él pide: sus deseos son gozar de todos los placeres sensibles, y luego morir todo entero, para escapar de Dios y de su justicia; a esta muerte completa, él la llama reposo eterno. El aniquilamiento, pues, no sería una sanción eficaz de la ley moral, puesto que Dios aparecería impotente y sería vencido por el hombre rebelde.

3º Además, el número y la gravedad de las faltas piden que haya grados en la pena, y le sería imposible a Dios aplicar este principio, si no tuviera otra arma que el aniquilamiento para castigar al hombre culpable. El aniquilamiento no tiene grados: pesa de un modo uniforme, pesa indistintamente sobre todos aquellos a quienes castiga, confundiendo todas las vidas criminales en el mismo demérito. Esta monstruosa igualdad destruiría la justicia. Luego, después de esta vida, el pecador ni puede obtener el perdón ni ser aniquilado; debe sufrir un tormento eterno.


OBJECIONES.

¿No es injusto castigar un pecado de un momento con una eternidad de suplicios?

No; porque la pena de un crimen no se mide por la duración del acto criminal, sino por la malicia del mismo. ¿Cuánto tiempo se necesita para matar a un hombre? Basta un instante; y sin embargo, la justicia humana condena a muerte al asesino; castigo que es una pena, por decirlo así, eterna, puesto que el culpable es eliminado para siempre de la sociedad (lo mismo con la pena de cadena perpetua). ¿Cuánto tiempo se necesita para provocar un incendio? Un instante. Pues bien, el incendiario es condenado a presidio por tiempo indeterminado, es decir, alejado para siempre de sus conciudadanos y de su familia. No se mide, pues, la duración de la pena, por la duración de la culpa, sino por la gravedad de la misma. Hay que considerar también que el crimen de un momento se ha convertido en crimen eterno. La acción del pecado es pasajera, fugitiva; pero sus efectos duran, y la voluntad perversa del pecador es eterna; porque ha de tenerse presente que sólo son condenados aquellos que mueren en pecado, con el afecto persistente en el mal. Pero como después de la muerte la voluntad no se muda, quedando eternamente mala, se comprende que debe ser eternamente castigada. El hombre que se arranca los ojos queda siego para siempre.

¿Puede un Dios infinitamente bueno condenar al hombre a suplicios
eternos?

Sí; porque si Dios es infinitamente bueno, es también infinitamente justo, y su justicia reclama un castigo infinito para un pecado de malicia infinita. Pregunto: ¿Sería bueno un padre que no impidiera a uno de sus hijos el hacer daño a los otros hermanos? – No; sería cruel e injusto -. ¿Sería bueno si perdonara a sus hijos malos que se atrevieran a ultrajar y a herir a sus hermanos?- No; sería un acto de debilidad imperdonable-. ¿Qué remedio le queda a un buen padre de familia para impedir que los hijos malos se entreguen al crimen? – No le queda otro de que encerrar a esos malos hijos en una cárcel y tenerlos allí para que se conviertan-. ¿Cuánto tiempo debe durar la separación de los malos de la compañía de los buenos? – Hasta que los malos se hayan convertido-. ¿Y si siguen siempre malos? – La separación debe ser para siempre Ahora bien, los malos seguir siempre malos, porque  el tiempo del arrepentimiento ha pasado para ellos; maldicen a Dios y desean aniquilarle. ¿Cuándo, pues, han de salir de la cárcel? – ¡Jamás! – Sí, nunca: la bondad de Dios exige la eternidad del infierno. Por otra parte, cuando el hombre ha cometido un pecado mortal, ¿no ha consentido libremente en el castigo eterno? ¿No ha consentido en él, en la hora de la muerte, al no querer arrepentirse de sus culpas?... Nada ha querido saber de Dios en la tierra; ¿no es justo que Dios nada quiera saber de él en la eternidad?... Finalmente, el infierno eterno es el mayor beneficio de la bondad divina. A veces nos imaginamos que Dios ha creado el infierno sólo para ejercer su justicia; no es exacto. Dios ha creado el infierno para obligarnos merecer el cielo. Dios, infinitamente bueno, quiere proporcionar al hombre la mayor felicidad posible por los medios más eficaces. La mayor felicidad del hombre es el cielo libremente adquirido por sus méritos. Pues bien, el medio más eficaz de que Dios puede valerse para obligar al hombre a hacer un buen uso de su libertad, es el temor de una infelicidad eterna. El temor del infierno puebla el cielo. “El‖ infierno, decía Dante, es la obra del eterno amor”.


Dios es demasiado bueno para condenarme.

Tienes razón, mil veces razón: Dios es demasiado bueno para condenarte. Por eso mismo no es Dios quién te condena, son ustedes mismos los que os condenáis. La prueba de que Dios no os condena, es que lo ha hecho todo por tu salvación; es que, a pesar de vuestros crímenes, está pronto a concederte un generoso perdón, el día que le presentes un corazón contrito y arrepentido. Lo que os condena es vuestra obstinación en el mal, vuestra terquedad en despreciar los mandamientos divinos; sois, pues, vosotros mismos, los que os condenáis por vuestra culpa. Dios nos ha dejado completamente libres en la elección de nuestra eternidad. Si nos empeñamos en elegir el infierno, tanto peor para nosotros. En el momento de la muerte, Dios da a cada uno lo que cada uno ha elegido libremente durante su vida: o el cielo o el infierno. Dios no puede salvarnos contra nuestra voluntad. Nos ha criado libres, y no quiere destruir nuestra libertad. A pesar del infierno eterno, la bondad de Dios queda, pues, intacta, como también su justicia; y el dogma de la eternidad de las penas es la última palabra de la razón y de la fe, sobre Dios, sobre el hombre, sobre la moral y sobre la religión: es la sanción necesaria de nuestra vida presente.

Nadie ha vuelto del infierno para testificarnos su existencia.

No: nadie ha vuelto de infierno, y si entráis en él tampoco volveréis. Si se pudiera volver, aunque fuera por una sola vez, yo os diría: Id y veréis que existe. Pero precisamente porque una vez dentro no se puede salir, es una locura exponerse a una desgracia espantosa, sin fin y sin remedio. Nadie ha vuelto del infierno, ¿y, cómo volver, si el infierno es eterno? ¿No ves que apeláis a testigos que no podrán venir jamás a daros una respuesta? No están en el infierno para atestiguar su existencia: están como forzados, condenados a galeras perpetuas para expiar sus crímenes. Si se entra en el infierno, no se sale de él jamás. Y fuera de eso, este testimonio del infierno, ¿es acaso necesario? Acabamos de oír la deposición de todo el género humano; hemos escuchado las conclusiones justísimas de la razón ¿No basta eso para demostrarnos la existencia del infierno? ¡Cuántas verdades conocemos sólo por el testimonio de nuestros semejantes, y cuántas otras hemos aprendido únicamente con la luz de la razón! Decís: Dos y dos son cuatro diez por diez son cien ¿Cómo lo sabes? – El simple raciocinio, me contestáis, basta para daros esas convicciones. – ¡Muy bien! Raciocina, pues, y llegarás fácilmente a convencerte de que Dios es justo y de que su justicia requiere que los malvados sean  castigados  El castigo de los malvados es el infierno, y el infierno eterno. Nosotros, los cristianos, tenemos otra consideración que dar: El Hijo de Dios en persona ha venido del otro mundo a certificarnos la exigencia de un infierno eterno: puedes leer en los sagrados Evangelios sus testimonios inefables< Además, nuestro Señor Jesucristo es una prueba viviente de la eternidad del infierno. ¿Por qué se hizo hombre? ¿Por qué murió en una cruz? Un Dios debe proceder por motivos dignos de su infinita grandeza. Si el pecado no merecía una pena infinita, por lo menos en duración, es decir, eterna, no eran necesarios los padecimientos de un Dios. ¿Se requería acaso, que el Hijo de Dios se encarnara y muriera en una cruz, para ahorrar al hombre algunos millones de años de purgatorio?... No, por cierto. Si la malicia del pecado explica el Calvario, el Calvario, a su vez, explica el infierno. El Calvario nos muestra una Redención infinita; el infierno debe mostrarnos una expiación sin límites. El Calvario es la expiación de un Dios; el infierno es la expiación del hombre, infinita la una y la otra; la una en dignidad, la otra en duración. Así todo se coordina en la religión: el dogma de la eternidad de las penas está perfectamente explicado por el dogma de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención del mundo.

En resumen: el testimonio de todo el género humano y sus más antiguas tradiciones; el testimonio de la razón, y, especialmente, el testimonio infalible de Dios mismo, se unen para afirmar, con certeza absoluta, que hay un infierno eterno para castigo de los pecadores impenitentes. Si no queremos caer en él, tenemos que evitar el sendero que a él conduce, en la seguridad de que, una vez dentro del infierno, no saldríamos jamás.

NARRACIÓN. – Una religiosa enfermera se encontraba junto al lecho en que, enfermo de muerte, yacía un viejo capitán, que no quería convertirse. El enfermo pide agua; y la religiosa, en su celo por la salvación de esa alma, le dice al servirle la copa.

– Beba usted, capitán, beba hasta hartarse, porque se va al infierno, y durante toda la eternidad pedirá una gota de agua sin obtenerla...

– Le he dicho mil veces que no hay infierno.

– Sí, me lo ha dicho usted, capitán; pero, ¿lo ha demostrado?... Negar el infierno no es destruirlo.

– ¿Lo ha demostrado? ¿Lo ha demostrado?..., repetía en voz baja el enfermo, revolviéndose en el lecho. ¡Vamos! No... no lo he demostrado... ¿Y si fuera cierto?

Después de algunos instantes añadió:

– Dios es demasiado bueno, sí, demasiado bueno para arrojar un hombre al infierno.

– Dios no castiga porque es bueno, sino porque es justo. El simple buen sentido nos dice que Dios no puede tratar de la misma manera a lo que le sirven que a los que conculcan sus santas leyes, a sus fieles servidores que a sus servidores negligentes. Por otra parte, agrega la Hermana con mucha tranquilidad, ya verá usted bien pronto, capitán, si el infierno existe...

La religiosa guarda silencio y continúa su oración. Después de algunas horas de reflexión, el enfermo pide un sacerdote. Se decía hablando consigo mismo: Hay que decidirse por el partido más seguro; no es prudente ir a verlo; cuando se entra no se sale.

57. P. ¿Cuál es el destino del hombre?

R. El hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios sobre la tierra, y gozarle después en la eternidad. Se llama destino de un ser, el fin que debe procurar obtener y para el cual Dios le ha dado la existencia. El hombre tiene un doble fin: el fin próximo, que debe cumplir sobre la tierra;  y el fin último, es decir, la meta a que debe llegar después de esta vida, la bienaventuranza eterna.

1º Dios ha creado al hombre para su gloria. 

Todo ser inteligente obra por un fin: obrar sin un fin es absurdo. Dios, sabiduría infinita, no podía crear sin tener un fin, y un fin digno de Él. Este fin digno de Dios no es sino Dios mismo. Nada de lo que se halla fuera de Él es digno de su grandeza infinita  ¿Qué saca Él de la creación? Dios es el bien infinito, y no puede ser ni más perfecto ni más feliz. Pero Dios puede manifestar su bondad, sus perfecciones infinitas, y de esta suerte, procurar su gloria. Debemos distinguir en Dios, la gloria interior, esencial, y la gloria exterior, accidental. La gloria interior es el conjunto de sus perfecciones infinitas, y no es susceptible de aumento. Dios se glorifica exteriormente cuando manifiesta sus perfecciones con los bienes que da a sus criaturas, cada una de las cuales es como un espejo en el que se reflejan, con mayor o menor brillo, las perfecciones divinas. Cuando el hombre conoce, estima, alaba y bendice con amor estas perfecciones divinas, que le son manifestadas por las criaturas, entonces glorifica a Dios y para recibir este homenaje, esta alabanza, esta gloria exterior, Dios ha creado al hombre. Dios podría no haberlo creado, puesto que la creación nada añade a su gloria interior o esencial; pero creando, Dios debía poner en su obra seres inteligentes y libres: inteligentes para que conocieran sus perfecciones; libres, para darle gloria con homenajes voluntarios.

2º El hombre procura la gloria de Dios consagrando su vida a conocerle, amarle y servirle. En esto consiste su fin próximo.

Dios ha dado al hombre tres facultades principales: una inteligencia para conocer, una voluntad, un corazón para amar y los órganos del cuerpo para obrar. Es justo, pues, que el hombre consagre a la gloria de Dios su inteligencia para conocerle cada vez más; su corazón para amarle intensamente; su cuerpo para servirle con abnegación. El hombre es el servidor de Dios; no debe vivir para sí, pues no se ha dado a sí mismo la vida, no es dueño de sí, no se pertenece. El hombre lo ha recibido todo de Dios, ha sido creado para Dios y no tiene otra razón de ser que procurar la gloria de Dios. Como el sol ha sido creado para alumbrar y calentar, el agua para lavar y refrescar, la tierra para sostenernos y nutrirnos, así, el hombre ha sido creado para glorificar a Dios. Todo lo que en mis pensamientos, palabras o acciones no sirva para la gloria de Dios, no sirve para nada, y es del todo inútil. Conocer, amar y servir a Dios, tal es, por consiguiente, el fin próximo del hombre.

3° Sólo Dios es el fin último del hombre. 

Dios podría no haberme creado; si lo hizo, fue por pura verdad: primer acto de amor. – Dios podía crearme únicamente para su gloria, sin reservarme ninguna felicidad ni temporal ni eterna. Pero su bondad infinita ha querido unir su gloria y la felicidad del hombre: segundo acto de amor. La felicidad del hombre, tal es el fin secundario de la creación. Luego, el hombre ha sido creado para ser feliz. Sólo en Dios puede el hombre hallar su felicidad. La felicidad es la satisfacción de los deseos del hombre, el reposo de sus facultades en el objeto que las llena y satisface. La inteligencia del hombre tiene sed de verdad, y la verdad infinita es Dios. – La voluntad, el corazón del hombre ama el bien, la belleza; y Dios es el bien y la belleza infinita. – El cuerpo del hombre ansía la plenitud de la existencia y de la vida, y únicamente en Dios se halla esta plenitud. La experiencia nos dice que ni la ciencia, ni la gloria, ni la fortuna, ni cosa alguna creada, puede saciar al hombre. Él siente deseos de un bien infinito. Por consiguiente, sólo en el conocimiento y posesión de Dios puede el hombre hallar su felicidad. En la vida futura, Dios puede ser la felicidad del hombre de dos maneras, según que sea conocido directa o indirectamente.

1° Se conoce a Dios indirectamente por medio de sus obras. Contemplando las criaturas de Dios se ven resplandecer en ellas, como en un espejo, las perfecciones divinas. Así es cómo el niño reconoce al padre viendo el retrato más o menos parecido. Conocer así a Dios, amarle con un amor proporcionado a este conocimiento indirecto, es lo que constituye el fin natural del hombre.

2° Se conoce a Dios directamente, cuando se le ve en su misma esencia, contemplada cara a cara. Un niño conoce mejor a su padre y le ama mucho más cuando le ve en persona que cuando sólo ve su retrato. Ver a Dios cara a cara, amarle con un amor correspondiente a esta visión inefable, es lo que constituye el fin sobrenatural del hombre y de los ángeles. Dios podía contentarse con proponernos un fin puramente natural; pero por un exceso de amor, como veremos más adelante, nos ha elevado a este fin sobrenatural, infinitamente más grande y excelso.

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