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miércoles, 26 de octubre de 2016

PROMETEO LA RELIGIÓN DEL HOMBRE

PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
  PADRE ÁLVARO CALDERÓN

D. LA GRACIA,
LIBERADORA DE LA NATURALEZA
1º El naturalismo humanista

La vida cristiana está marcada por tres grandes verdades: Dios nos creó ordenados a un fin sobrenatural, la naturaleza humana fue herida por el pecado original, y fuimos redimidos por la Cruz de Cristo. De allí que quede revestida de negatividad: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo” (Lc 9,23). La Edad Media emprendió este camino con fe y generosidad, pero en el umbral de la santidad, la mayoría se espantó y miró para atrás, extrañando las cebollas de Egipto. Así nació el humanismo. El humanismo -dijimos- es el monje secularizado que, vacilando en su fe, juzgó irracional despreciar de ese modo los valores humanos. No implica necesariamente la apostasía -aunque termina en ella-, pero sí implica la revancha de la naturaleza sobre las exigencias de la gracia. El humanismo, como su nombre lo da a entender con sinceridad, es primera e inmediatamente un «naturalismo». Aunque lo es sólo en primer lugar, porque, como hemos mostrado al hablar del subjetivismo, no puede quedarse allí: la sabiduría cristiana no se lo permite. Por eso, en la defensa de sus posiciones, se irá viendo obligado a renunciar a sus posesiones naturales, comenzando por la certeza de su conocimiento y terminando en la contranatural de la homosexualidad.

2º El naturalismo conciliar

El nuevo humanismo conciliar es un intento de retorno a sus principios, tratando de reforzar la dosis de catolicismo. El Concilio dice a los humanistas viejos: Nolite timere, que el mismo Santo Tomás reconoce que la gracia no niega la naturaleza sino que la perfecciona: “Cum enim gratia non tollat naturam, sed perficiat...”. Esta verdad, que cabría destacar desde un punto de vista apologético para justificar la aparentemente negativa espiritualidad cristiana, pasa a ser, en el pensamiento conciliar, la esencia misma del orden de la gracia: Dios nos da su gracia para hacernos perfectos hombres, en particular para perfeccionar nuestra libertad. El orden de gracia estaría ordenado, por su misma finalidad, a la perfección de la naturaleza. Ya no habría que llamarlo orden sobrenatural, sino subnatural (aunque no hemos encontrado este sincero término en los documentos conciliares). Demos una mirada a Gaudium et spes, carta magna del humanismo conciliar, y podremos comprobarlo. En el n. 16 se enseña que la dignidad del hombre consiste en la conciencia: “Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana” (n. 16). Pero ¿no habría que decir que la dignidad humana consiste en haber sido elevados a la participación de la naturaleza divina? Claro que sí, pero esto se dice en el punto siguiente. ¿Qué es lo más propio de la naturaleza divina? La autonomía. Por eso el hombre participa de la divinidad al seguir la ley de la conciencia en libertad: “La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. [...] La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección” (n. 17). Sin embargo, hay un riesgo para la dignidad humana, porque “la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” (n. 16). De allí la necesidad de la gracia: “La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios [la de la propia conciencia], ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios” (n. 17). En esta primera mención de la gracia que hace la Constitución, queda claro que su función es la de reparar y sostener la libertad. En perfecta coherencia, nos dice el Concilio que la Revelación no consiste, como creíamos, en darnos a conocer el misterio de la naturaleza divina en su vida trinitaria, sino en dar a conocer el misterio de la naturaleza humana. Porque como “todo hombre resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad” (n. 21), “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (n. 22). Parece haber sido ésta la gran finalidad de la Encarnación: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. [...] Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad” (n. 22).  

E. CONCLUSIÓN
El humanismo moderno -¡no el integral, por favor!- sostiene la dignidad de un hombre cuyo valor supremo es la libertad, cuya inteligencia está liberada de la tiranía de la realidad por el relativismo subjetivista, cuya moral está regida por la ley suprema de su propia conciencia. Es un hombre que no reconoce nada que esté por encima de su propia naturaleza, que se ha vuelto ateo, al menos de hecho, por haber renunciado - como reconocía Pablo VI - a la trascendencia de las cosas supremas. Prometeo, es decir, el Concilio, le sale al encuentro y le propone un «humanismo nuevo», en el cual no sólo no perderá ninguna de sus costosas conquistas, sino que se verá enriquecido con el fuego divino: la herencia de la Iglesia. Que se acuerde que de Ella tomó sus riquezas y que advierta que sólo Ella las conserva:

• En la libertad está ciertamente -concede el Concilio- la dignidad suprema del hombre, pero por ella trascendemos la condición de puras creaturas y nos elevamos a la condición de imagen del Creador. La libertad es participación de la naturaleza divina. Véase cómo la libertad aparece más bella considerada en su trascendencia.

• Es cierto -concede el Concilio- que nuestras fórmulas conceptuales dependen de nuestra subjetividad y no están sometidas a la tiranía de un único sistema doctrinal, pero la inteligencia puede trascender lo puramente fenoménico y tener la experiencia de la Verdad en el misterio de Dios. Y que el hombre no tema, porque en el misterio de Dios no hallará otra cosa que la revelación de su propio misterio: así como Dios se ve a sí mismo en el hombre, hecho a su imagen, el hombre se ve a sí mismo en Dios.

• La conciencia -concede el Concilio- es ciertamente la ley suprema de la moralidad, pero como las humanas tendencias del corazón son ley natural, participación de la ley eterna del Creador, todo hombre de buena voluntad cumple espontáneamente con la voluntad de Dios. No temamos, entonces, que la voluntad de Dios es que seamos libres de hacer lo que bien nos parezca.


• Es cierto -concede por último el Concilio- que más de un teólogo ha presentado la gracia divina como un fuego que consume al hombre como incienso para gloria de Dios, pero en realidad la gracia, participación de la naturaleza divina, no es otra cosa que la plenitud de la libertad de los hijos de Dios. Pero la experiencia muestra que el hábito del pecado reduce la libertad (un solo pecadito es poca cosa), pues el que fuma ya no puede dejar de fumar. Pues bien, la gracia de Dios nos ayuda a liberarnos de estas estructuras esclavizadoras del pecado. Razón tenía Pablo VI para declarar que entre el humanismo ateo y el humanismo nuevo del Concilio no había ningún conflicto. La única diferencia está en que el primero anda huérfano y el segundo tiene a Dios y a la Iglesia a su servicio.


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