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sábado, 1 de octubre de 2016

Los Martires Cristeros

Toreando Balas y... Velando Placas

Las cercanías del Pueblito de Guachinango del cantón de Mascota, Estado de Jalisco, fueron, durante el año de 27 y mitad del 28, teatro de increíbles hazañas del ejército cristero. Los súbditos de Cristo Rey, como gustaban ser llamados aquellos valientes, dieron muestras del gran valor del mexicano, cuando está empeñado en una causa justa y noble, sobre todo, si en ella campean los intereses religiosos. Ya hemos dicho en otro artículo, cómo los oficiales del ejército francés de los tiempos del Imperio de Maximiliano, ejército reputado por el mejor del mundo, no cabían en sí de admiración, al ser testigos del desprecio a la vida y el entusiasmo en la lucha del soldado mexicano, y solían decir: ¡Con soldados mexicanos, nos comprometemos a conquistar al mundo entero en unos cuantos meses! Dijérase al oír referir algunos hechos de los cristeros, que se trataba de una de esas leyendas heroicas, que todos los pueblos cuentan en su haber.

Pero no es una leyenda, sino una verídica historia, la que se refiere por ejemplo, del jefe cristero Andrés Solís, quien ponía su valor y sangre fría al servicio de su buen humor. Aficionado a la diversión taurina y gran jinete, solía al comenzar cualquiera de esos combates de guerrillas contra las fuerzas perseguidoras, adelantarse en su "cuaco" hasta muy cerca del frente del gobierno, y desplegando un gran lienzo colorado que llevaba a prevención, comenzaba a torear con maestría incomparable las balas que le enviaban los furiosos enemigos. ¡Cosa increíble que en aquel jaripeo de nuevo cuño, sólo alguna que otra vez sacaba un rasguño sin importancia!

— ¿Cómo le hace, D. Andrés —le preguntaban sus asombrados compañeros—, para ver la bala que viene?

— ¿La bala? Yo no la veo; lo que veo es el "bujero" del rifle, que me apunta para hacerme blanco; y hago que mi cuaco, que es muy ligero y dócil se desvíe, no más veinte centímetros del punto por donde sé que ha de pasar la cochina bala. Pero para decir a ustedes verdad, es el Ángel de mi guarda, quien me da repentinamente la trayectoria de la bala, para demostrar a los "guachos" que Dios no está con ellos, por malvados, sino con nosotros los que peleamos por Cristo Rey.

Y en efecto después de un rato de aquellos asombrosos capeos, paraba a su caballo en lugar defendido y apeándose de un salto, empuñaba el rifle y gritaba a los enemigos: ¡Ahora voy yo! Y con su certerísima puntería, él solo, hacía volver grupas a una patrulla de callistas, después de haber dejado algunos caballos y sus jinetes, tendidos en el campo. Claro está, que aquello era una temeridad, a la que no autoriza de ninguna manera la confianza que debemos tener en Dios y en el Ángel de nuestra guarda, cuando sólo por una necesidad verdadera y justificada, tenemos que ponernos en algún peligro. Pero este hecho, entre otros demuestra la gran fe que tenían aquellos cristeros en la justicia de la causa por que ofrendaban su misma vida; y al mismo tiempo que Dios se valía de aquella poca ilustrada fe, para infundir valor y denuedo a los compañeros de Solís. Muchos jóvenes en efecto de la aldea de Guachinango, de las rancherías cercanas y aún de Manzanillo y Compostela, electrizados por el valor de sus jefes, causaron no pocas derrotas al ejército enemigo. Entre los nombres de aquellos héroes cristianos, quiero salvar del olvido a Fidencio Castillo, de 18 años de edad, a Ignacio Arreóla Robles de 16, a David "el güero" de la misma edad, a los hermanos Filomeno y Arturo Dueñas, a Trinidad López e Inés Quintana, a Jesús Ramírez Martínez, muertos todos en los combates por Cristo Rey; y a otros dos jefes de la misma región: Manuel Moreno, y Esteban Caro, quien nunca dejó de introducirse arrojadamente en las mismas filas de los callistas, abriéndose paso a machetazos y derribando como filas de naipes a los que se le oponían, hasta que un día un tiro traidor por la espalda le dio gloriosa muerte. Naturalmente las hazañas de los cristeros de Guachinango y Atenquillo, hacían temblar de rabia a los perseguidores y se propusieron vengar sus derrotas en los pacíficos habitantes de las rancherías cercanas a Guachinango, haciendo frecuentes incursiones aun en mitad de la noche, para aprisionar y asesinar muchas veces a los inocentes campesinos, sembrando por todas partes el terror, sin lograr por eso hacerles renegar de su fe católica. ¡Cuántos mártires heroicos cayeron en aquellas redadas nocturnas, cuyos nombres sólo conoce Dios, que ya les habrá dado el premio a su fe y valor cristiano! En una noche tempestuosa el 18 de junio de 1928, los habitantes de la ranchería de Pánico dormían perfectamente descuidados, porque a causa de la crecida del río de Atenquillo, estaban completamente aislados, interrumpida la comunicación única que había por el rancho de La Laja con el resto de la región. No obstante eso los merodeadores callistas que aterrorizaban la comarca, lograron no se sabe cómo abrirse paso, y a la media noche cayeron como fantasmas de pesadilla, sobre los pacíficos habitantes. Entraron en las casuchas y jacales y despertando entre gritos e injurias a los infelices, comenzaron a aprehenderlos, bajo la falsa acusación de que eran todos cristeros.

Entre los asustados campesinos se encontraba un sacerdote, el señor cura de Guachinango, D. José María Galindo. Era éste un venerable y celoso ministro de Dios, perteneciente a la Diócesis de Tepic, que desde -el año de 1926 al suspenderse los cultos católicos, por orden de sus superiores había buscado refugio en la aldea jalisciense, para continuar allí, clandestinamente por supuesto, su sagrado ministerio, desde la casa cural de la Parroquia de Guachinango, dentro de cuyos muros celebraba diariamente la Santa Misa con la asistencia privada de los vecinos, cuyos trabajos agrícolas les permitían hacerlo. Y desde allí, como desde su cuartel general, salía para recorrer la región en busca de los enfermos, para administrarles los últimos sacramentos. Predicaba, enseñaba el Catecismo a los niños, los preparaba para su Primera Comunión, bautizaba a los recién nacidos y, en una palabra, continuaba su ministerio parroquial en medio de aquellos buenos campesinos, que lo recibían gozosos en sus visitas pastorales, lo alojaban lo mejor que podían, y lo atendían agradecidos, dispuestos a defenderlo de cualquier intento malévolo. A mediados del año de 27, cuando la persecución contra el catolicismo de los mexicanos adquirió más serias proporciones, los vecinos de la ranchería de Pánico, temiendo una catástrofe, lograron persuadirle de que cambiara su residencia habitual de Guachinango, por esa ranchería, que por su posición aislada ofrecía mayores garantías para una persona tan amenazada por los enemigos de Dios, y tan necesaria para la vida espiritual de aquellas ovejas del Supremo Pastor de las almas.

Así lo hizo en efecto, cuando una guarnición federal se apoderó de la iglesita y dependencia de Guachinango, y en pánico continuó sus labores apostólicas, sin mezclarse absolutamente para nada, en el movimiento bélico de liberación. Fue táctica innoble, pero muy frecuente de los primeros perseguidores de la Iglesia de Jesucristo, como nos refiere la historia, añadir a los malos tratamientos y dolores físicos de los cristianos caídos en sus manos criminales, la calumnia de crímenes supuestos, como el de asesinatos rituales en las sesiones en que celebraban los santos Misterios, el de atentar contra la sociedad y el Imperio Romano, y otros muchos que lograron, en los así engañados e incultos paganos del pueblo, infundir la idea de que los cristianos eran una…


(Hasta aquí llego el relato, lo sentimos mucho, al parecer fue un error de imprenta, pero tampoco no es mucho lo que faltó, gracias por su comprensión) 

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