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viernes, 9 de septiembre de 2016

TRATADO DEL AMOR A DIOS - San Francisco de Sales

TRATADO DEL AMOR DE DIOS
CAP. II
(CONTINUACION)


Pero nos hemos de guardar de querer jamás inquirir por qué Dios ha otorgada una gracia a uno más bien que a otro, o porque ha derramado, con mayor abundancia, sus favores sobre unos lugares con preferencia a otros. No, Teótimo, no caigas nunca en esta curiosidad, porque, poseyendo todo suficientemente, o mejor dicho, abundantemente, lo que se requiere para nuestra salvación, ¿qué razón puede tener hombre alguno de quejarse si Dios se ha complacido en dar a unos sus gracias con más generosidad que a otros? En las cosas sobrenaturales: cada uno tiene su propio don: quien de una manera quien de otra”, dice el Espíritu Santo. Es, por lo mismo, una impertinencia, querer indagar por qué San Pablo no tuvo la gracia de San Pedro, ni San Pedro la de San Pablo; por qué San Antonio no fue San Atanasio; ni San Atanasio, San Jerónimo; porque a estas preguntas se responde que la Iglesia es un jardín matizado de infinitas flores, por lo que es menester que sean de diferentes tamaños, de diferentes colores y de diferentes perfumes, en una palabra, de diferentes perfecciones. Todas tienen su valor, su gracia y su esmalte, y todas en el conjunto de su variedad, nos ofrecen una hermosura por demás agradable y perfecta.

Cuánto desea Dios que le amemos Aunque la redención del Salvador se aplique con una diversidad igual a la de las almas, sin embargo el amor es el medio universal de nuestra salvación, que en todo se mezcla, de suerte que sin él, nada hay que sea saludable, como diremos más adelante. El querubín fue puesto en la entrada del paraíso terrenal con la espada llameante, para darnos a entender que nadie entrará en el paraíso celestial que no esté atravesado por la espada del amor. Por esta causa, el dulce Jesús, que nos ha rescatado con su sangre, desea infinitamente que le amemos, para que seamos eternamente salvos, y desea que amemos eternamente, pues su amor va encaminado a nuestra salvación, y nuestra salvación, a su amor. Yo he venido -dice- a poner fuego En la tierra, y ¿qué he de querer sino que arda? Mas, para manifestar con mayor viveza lo abrazado de este deseo, nos impone este amor en términos admirables: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente.

Con lo cual, nos da bien a entender que no sin objeto nos ha dado la inclinación natural, pues, para que esta inclinación no permanezca ociosa, nos apremia para que la empleemos por este mandamiento general, y, para que este mandamiento general pueda ser practicado no deja a hombre viviente sin procurarle en abundancia, todos los medios que, al efecto, se requieren. El sol visible todo lo toca con su calor vivificante, y, como enamorado universal de las cosas inferiores, les da el vigor necesario para que produzcan sus erectos: de la misma manera la divina bondad anima a todas las almas y alienta todos los corazones para que le amen, sin que hombre alguno pueda esconderse a su calor.  La eterna sabiduría -dice Salomón-, enseña en público; levanta su voz en medio de las plazas; hácese oír en los concursos de gente; pronuncia sus palabras en las puertas de la ciudad, y dice: ¿Hasta cuándo, párvulos, habéis de amar las niñerías? ¿Hasta cuándo, oh necios, apeteceréis las cosas que os son nocivas e imprudentes, aborreceréis la sabiduría? Convertíos a mis reprensiones; mirad que os comunicaré mi espíritu y os enseñaré mi doctrina. Y esta misma sabiduría prosigue Ezequiel, diciendo: Están ya sobre nosotros los castigos de nuestras maldades y pecados, ¿cómo, pues, podremos conservar la vida? Yo -dice el Señor-, no quiero la muerte del impío, sino que se convierta de su mal proceder y viva. Ahora bien, vivir, según Dios, es amarle y quien no ama permanece en la Ya ves, pues, Teótimo, cuánto desea Dios que le amemos.

Pero no se contenta con anunciar de esta manera, en público, su extremado deseo de ser ama de, de suerte Que todos puedan tener parte en esta amable invitación, sino que, además de esto va de puerta en puerta, llamando y golpeando,  y diciendo que si alguno le abre la puerta entrara en su casa y cenará con él, es decir le dará pruebas de la mayor benevolencia.  El gran Apóstol, hablando al pecador obstinado, le dice: ¿Desprecias las riquezas de la bondad de Dios« y de su paciencia y largo sufrimiento» ¿No reparas que la bondad de Dios te está llamando a la penitencia? Tú, al contraria, con tu dureza y corazón impenitente, atesoran: dote ira y más ira. Dios no echa mano de una pequeña cantidad de remedios para convertir a los obstinados, sino que emplea, en esto, todas las  riquezas de su bondad. El Apóstol, como se ve opone las riquezas de la bondad de Dios a los tesoros de malicia del corazón impenitente, y dice que el corazón del malo es tan rico en iniquidad, que llega a despreciar las riquezas de la benignidad, por la cual Dios le llama a penitencia, y hay que advertir que no son únicamente las riquezas de la bondad divina las que el pecador obstinado desprecia, sino las riquezas con que le mueve a penitencia, riquezas que nadie puede, con excusa desconocer.

Esta rica, colmada y abundante suficiencia de medios, que Dios concede a los pecadores para que le amen, aparece de manifiesto casi en toda la Escritura; porque contemplad a este divino amante junto a la puerta: no llama simplemente, sino que se detiene a llamar; llama al alma: Levántate, apresúrate, amiga mía. Alcé, pues, la aldaba de mi puerta para que entrase mi Amada... Si predica en medio de las plazas, no se limita  a predicar, sino que anda clamando, es de continuo clamor. Si nos exhorta a que  nos convirtamos, parece que nunca se cansa de repetir: Convertíos, convertíos y haced penitencia.; volved a Mí; vivid. ¿Por qué has de morir, oh casa de Israel? En suma, este divino Salvador nada olvida para mostrar que sus misericordias se extienden sobre todas sus obras, que su misericordia sobrepuja al juicio que su redención es copiosa, que su amor es infinito, y, como dice el Apóstol, que es rico en misericordia y que, por consiguiente desearía que todos los hombres se salvasen y que ninguno pereciese.



 Como el amor eterno de Dios a nosotros dispone nuestros corazones con la inspiración, para que le amemos.

Te he amado con perpetuo amar; 'Por esto. Misericordioso, te atraje hacia Mí, y otra vez te renovaré y te daré nuevo ser, oh Virgen de Israel. Estas son palabras de Dios, por las cuales promete que el Salvador, al venir al mundo, establecerá un nuevo reino en su Iglesia, que será su esposa virgen, y verdadera israelita espiritual.

Pues bien, como ves, oh Teótimo, nos ha salvado no a causa de las obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia por esta caridad antigua o, por mejor decir, eterna que ha movido a su providencia a atraernos hacia Sí. Porque, nadie puede llegar al Hijo, nuestro Salvador, y, por consiguiente, a la salvación, si el Padre no le atrae.  Los ángeles, en cuanto se apartaron del amor divino y se abrazaron con el amor propio, cayeron en seguida como muertos y quedaron sepultados en los infiernos, de suerte que lo que la muerte hace en los hombres, privándoles para siempre de la vida mortal, la caída lo hace en los ángeles, privándoles para siempre de la vida eterna. Pero nosotros, los seres humanos siempre que ofendemos a Dios, morimos de verdad, pero no de muerte tan completa que no nos quede un poco de movimiento, aunque éste es tan flojo que no podemos desprender nuestros corazones del pecado, ni emprender de nuevo el vuelo del santo amor, el cual, infelices como somos, hemos pérfida y voluntariamente dejado.  Y, a la verdad, que bien mereceríamos permanecer abandonados de Dios, cuando con tanta deslealtad le hemos abandonado; pero, con frecuencia, su eterna caridad no permite que su justicia eche mano de este castigo; al contrario, movido a compasión, se siente impelido a sacarnos de nuestra desdicha, lo cual hace enviando el viento favorable de la santa inspiración, la cual, dando con suave violencia contra nuestros corazones, se apodera de ellos y los mueve, elevando nuestros pensamientos y haciendo volar nuestros afectos por los aires del amor divino.


Este primer arranque o sacudida que Dios comunica a nuestros corazones, para incitarlos a su propio bien, se produce ciertamente en nosotros, mas no por medio de nosotros; pues llega de improviso, sin que nosotros hayamos pensado ni hayamos podido pensar en ello, porque no somos suficientes por nosotros mismos para concebir algún buen pensamiento, como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia viene de Dios el cual no sólo nos amó antes de que fuésemos, sino que nos amó para que fuésemos y para que fuésemos santos, después de la cual nos ha prevenido con las bendiciones de su dulzura paternal, y ha movido nuestros espíritus al arrepentimiento y a la conversión. Mira, Teótimo, al pobre príncipe de los Apóstoles, aturdido en su pecado, durante la triste noche de la pasión de su Maestro; no pensaba en arrepentirse de su pecado, como si jamás hubiese conocido a su divino Salvador, y no se hubiera levantado, si el gallo, como instrumento de la divina Providencia, no hubiese herido con el canto sus orejas, y si, al mismo tiempo, el dulce Redentor, dirigiéndole una mirada saludable, como un dardo amoroso, no hubiese traspasado su corazón de piedra, el cual, después, tanta agua derramó, como la piedra herida por Moisés en el desierto. La inspiración desciende del cielo, como un ángel, la cual, tocando el corazón del pobre pecador, le mueve a levantarse de su iniquidad. 

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