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viernes, 16 de septiembre de 2016

PROMETEO LA RELIGIÓN DEL HOMBRE

PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
  PADRE ÁLVARO CALDERÓN



D. DIVISIÓN DE NUESTRO
ESTUDIO SOBRE LAS NOVEDADES CONCILIARES


Al estudiar una cosa, el buen método pide seguir un doble movimiento en cierto modo contrario; porque hay que ir primero del todo a las partes y luego de las partes al todo. En este primer capítulo hemos cumplido con el primer movimiento de resolución o análisis, remontándonos de la descripción general de lo que fue el Concilio, dada por la definición, a sus partes formales, que son sus causas. Recién ahora podemos emprender la explicación de lo que enseñó e hizo el Concilio, siguiendo un movimiento de composición, por el que consideraremos primero los elementos simples y luego los compuestos, para lo cual necesitábamos tener presente las causas generales. Consideraremos, entonces, en primer lugar el hombre nuevo que nace del Concilio (capítulo II). Luego pasaremos a estudiar la nueva Iglesia que resulta de este nuevo hombre (capítulo III). Y finalmente, la nueva relación del hombre y de la Iglesia con Dios, preguntándonos si se puede hablar verdadera y propiamente de una nueva religión (capítulo IV)


CAPÍTULO 2
EL HOMBRE NUEVO

El primer valor que el pensamiento conciliar destaca en la dignidad del «hombre nuevo», es la libertad. Que sea entonces nuestro punto primero, que hace referencia especialmente a la voluntad. Consideraremos luego las consecuencias de esta valoración respecto al intelecto. En tercer lugar, estudiaremos el obrar desde el punto de vista moral. Finalmente, nos remontaremos a considerar la relación entre la naturaleza y la gracia según el pensamiento conciliar. En una exposición escolástica, habría que considerar primero la naturaleza, en cuanto elevada por la gracia al orden sobrenatural; luego deberíamos considerar las potencias espirituales, primero la inteligencia y luego la voluntad; y finalmente el obrar, pues el modo de obrar sigue al modo de ser -agere sequitur esse -. Pero parece mejor seguir el orden que estos asuntos tienen en el pensamiento moderno. Por supuesto que en todos estos puntos trataremos de ir a lo esencial, para que nuestro trabajo no se haga eterno. Sólo buscamos entender el Concilio.

LA LIBERTAD,
VALOR SUPREMO
DE LA DIGNIDAD HUMANA


1º El humanismo cae por su propio peso en el liberalismo

En nuestra exposición general, hemos dicho que el Vaticano II oficializa un cierto humanismo. Pero ahora, al comenzar la explicación particular del pensamiento conciliar, decimos que el primer valor que destaca el Concilio es la libertad. Ahora bien, poner la libertad como valor supremo de la persona humana es la nota característica del liberalismo. Y a primera vista no es evidente que el humanismo tenga que ser necesariamente liberal. Es más, el humanismo se dio en los siglos XIV y XV, mientras que el liberalismo surgió recién en los siglos XVII y XVIII. Está en riesgo, entonces, la coherencia de nuestra explicación, porque si hemos puesto al humanismo como formalidad primera y propia del pensamiento conciliar, ahora deberíamos mostrar que de allí se sigue inmediatamente la supremacía de la libertad, que ponemos ahora como principio y fundamento del «hombre nuevo». Pero mirando mejor, no es difícil darse cuenta que el humanismo cae en el liberalismo por su propio peso.

El humanismo, con el que nace la novedad moderna -este movimiento será vivido como un «renacimiento» o renovación-consiste en una defensa de los valores puramente humanos, que habían sido puestos en el altar del sacrificio por la alta espiritualidad del siglo XIII, edad de oro de la Cristiandad. El camino a la altísima perfección cristiana ofrece un aspecto decididamente negativo a una mirada humana, porque se resume en las tres negaciones evangélicas: no a las riquezas (consejo de pobreza), no a los afectos del corazón (consejo de castidad), no a la propia voluntad (consejo de obediencia). Después que caímos por el pecado en la esclavitud del demonio, del mundo y de la carne, el único camino que se nos abre hacia la verdadera libertad es el que nos trazó Nuestro Señor: el camino de la Cruz. Pero cuando los cristianos, enamorados por las ternuras de Belén y las claridades de la predicación evangélica, descubren que para entrar en la gloria del Señor deben pasar con El por su pasión y muerte, muchos lo abandonan y se vuelven para atrás. El humanismo moderno -como dijimos en otra parte- consiste en este movimiento de apostasía y retroceso. Es la reacción de la mesura humana ante las desmesuradas exigencias de la santidad. El movimiento más propio, entonces, del humanismo, es el que se opone al más alto de los consejos evangélicos, el de obediencia, y consiste en la recuperación del propio gobierno, es decir, en la «autonomía». Dado que estamos analizando el humanismo en su primer movimiento vital, quisiéramos subrayar lo que nos llevó a decir que el humanismo más auténtico no es el humanismo ateo sino el «humanismo integral» del Concilio. Es cierto que el movimiento de autonomía termina inevitablemente en “pura y absurda licencia”, pero su primera intención no es más que abogar por los derechos humanos conculcados por los derechos divinos, desmesuradamente exigidos por la jerarquía eclesiástica. El humanista cristiano no dice enfrentarse con Dios, sino con la imprudencia de sus representantes. Dice querer asumir la responsabilidad de pensar y creer, anulada por un abusivo ejercicio del magisterio eclesiástico; querer asumir la responsabilidad de su moral y de sus empresas, infantilmente dirigidas por la disciplina eclesiástica60. Ahora bien, la raíz de la responsabilidad, lo que es estrictamente propio del hombre y pareciera poder librarse del dominio de Dios, no es sino su libre arbitrio. El humanismo va a revalorizar la razón frente a la revelación, la filosofía frente a la teología, entrando en la pendiente del racionalismo; va a revalorizar la naturaleza humana frente a la gracia, participación de la naturaleza divina, tendiendo al naturalismo. Pero la razón tiene que obedecer a la realidad y la naturaleza al Creador. Por eso, el humanismo considerará como valor supremo de la persona humana la libertad. Y no la libertad entendida como facultad de elegir los medios en orden al bien verdadero, porque tanto la teología como la experiencia enseñan que esta libertad no se la puede ejercer sin la gracia de Dios; sino la libertad entendida sobre todo como facultad de elegir el bien o el mal. Esta es la única potencia del hombre que parece verdaderamente autónoma. El humanista se va a gloriar de hacer el bien dejando muy claro que podría no hacerlo -¡aquí cree ver su mérito!-, y por eso cuando peca, aunque vea que ha perdido muchas cosas, no siente haber perdido su dignidad principal, que es haber ejercido su libertad.

El error es funesto, porque el hombre busca necesariamente el bien en cuanto tal, bajo una razón universal, como fuente de su felicidad. Este es el fin último respecto del cual no tiene sentido hablar de libre arbitrio, pues aunque evidentemente no lo buscamos obligados, nos orientamos hacia él necesariamente por nuestra misma naturaleza espiritual. El ejercicio de nuestra libertad se da en orden a los medios y fines intermedios que puedan procurarnos la mayor participación del Bien universal, que no es otro que Dios. Ahora bien, una condición absolutamente necesaria para poder elegir, es conocer el orden que guardan estos medios y fines intermedios respecto de Dios. ¿Qué sentido tiene, ante una encrucijada, hablar de la libertad de elegir el camino, si no sabemos a dónde conduce ninguno de ellos? Por eso Nuestro Señor nos dijo: “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32). El pecado es una mala elección, por la que se toma un camino que no conduce a dónde queríamos ir, e implica una posterior disminución de la libertad, pues de allí en más, sólo una opción tiene sentido: volver para atrás. De allí que entender la libertad como facultad de elegir bien o mal, es tan insensato como definir la salud como la aptitud de enfermar. Y por aquí se entiende, además, el gravísimo error de entender la autoridad como opuesta a la libertad, porque nada contribuye tanto a hacer crecer nuestra libertad, como aquellas autoridades que nos enseñan el verdadero valor de las cosas.

Conclusión.

El «humanismo» es un movimiento esencialmente cristiano, cuya primera intención es la de autonomía frente a la autoridad divina, concretamente ejercida por la jerarquía eclesiástica, que lo lleva a considerar como valor supremo de la persona humana la libertad, entendida como facultad de elegir el bien o el mal. El humanismo, entonces, engendra necesariamente el «liberalismo».

2º El liberalismo conciliar

El reclamo de autonomía no sólo llevó al anticlericalismo (dentro de la Iglesia), sino también al protestantismo (fuera de la Iglesia) y aún al ateísmo (fuera de la realidad). Observando - como dijimos – las catastróficas consecuencias de estos procesos, el nuevo humanismo quiso volver al marco inicial de la unidad católica. El Concilio, entonces, ha sido un esforzado intento de poner la libertad como valor supremo dentro del marco de la doctrina católica y de la organización eclesiástica, lo que no se podía hacer sin algunos retoques, nada pequeños, por cierto. La Revelación divina nos enseña que la persona humana tiene una dignidad superior a la de toda criatura por cuanto ha sido elevada a la participación, por la gracia, de la naturaleza divina: “Nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4). Por eso exclama San León Magno: “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, pues has sido hecho consorte de la naturaleza divina”. Ahora bien, esta filiación divina en la que fuimos adoptados por Dios, se expresa desde el Génesis en el hecho de haber sido creados a imagen de Dios, pues los hijos son imagen de su padre: “Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra; y domine a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a las bestias, y a toda la tierra, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra. Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; los creó varón y hembra” (Gen 1, 26-27). De allí que la mejor teología católica ha tomado esta doctrina como principio y fundamento de la moral cristiana, poniendo así de manifiesto la trascendencia de la conducta humana como glorificación de Dios. Ahora bien, distinguiendo y uniendo con precisión el orden natural y el sobrenatural, Santo Tomás va a señalar que ya en el orden natural se da en el hombre la imagen de Dios, por cuanto es espiritual; y que justamente esta condición explica que pueda haber sido elevado al orden sobrenatural, en el que su condición de imagen es llevada a la perfección por la gracia. De allí que pueda enfocar la parte moral de la Suma tomando pie en la condición espiritual de la naturaleza humana, raíz primera de su condición de imagen: “Cuando decimos que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, entendemos por imagen, como dice el Damasceno, «un ser dotado de inteligencia, libre albedrío y dominio de sus propios actos». Por eso, después de haber tratado del ejemplar, de Dios, y de cuanto produjo el poder divino según su voluntad [en la Prima pars], nos queda estudiar su imagen, es decir, el hombre, como principio que es también de sus propias acciones por tener libre albedrío y dominio de sus actos” (Prólogo a la Secunda pars). El Concilio, en este punto, va a aprovechar la originalidad de la doctrina tomista, pero no uniendo ambos órdenes (natural y sobrenatural), sino confundiéndolos sin distinción. Es así que podrá decir; la dignidad que el hombre tiene en cuanto imagen de Dios, como enseña Santo Tomás, consiste en la libertad. Si nosotros le objetamos: la dignidad del hombre consiste en la elevación al orden sobrenatural por la participación de la naturaleza divina; nos responde: por supuesto que sí, pero ¿acaso lo más propio de la naturaleza divina no es la libre autonomía?, pues bien, nuestra participación consiste en nuestra libertad. Es la esencia de la libertad la que nos diviniza, y si insistimos en distinguir un orden sobrenatural, habrá que considerarlo como el orden de una sobrelibertad.

En el primer capítulo de Gaudium et spes, el Concilio trata de «la dignidad de la persona humana». En el primer punto (n. 12) enseña con verdad que la dignidad del hombre consiste en haber sido creado a imagen de Dios. Pero va a dejar bien claro que la dignidad de imagen se resume en la libertad (las cursivas son nuestras): “Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. [...] Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo, que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud” (n. 13). “El hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. [...] No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino" (n. 14). En el n. 15 trata de la «dignidad de la inteligencia», con una brevísima referencia final a la contemplación: "Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino". En el n. 16 pone un acento mayor en la «dignidad de la conciencia moral», pero donde la dignidad del hombre encuentra su valor supremo es en el n. 17, que trata de la «grandeza de la libertad»: "La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido «dejar al hombre en manos de su propia decisión» (Eccli 15, 14), para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa” (n. 17).

3º Consecuencia inmediata: supremacía de la acción sobre la contemplación

Coronando la filosofía de Platón y Aristóteles, la verdadera doctrina católica pone la plenitud del hombre como imagen del Creador, no en la libertad, sino en la contemplación, esto es, en el conocimiento amoroso de Dios: “La imagen de Dios en el hombre se considera según el verbo concebido del conocimiento de Dios y el amor que de él se deriva”. Porque Dios ejerce su libertad al crear, pero no alcanza la plenitud de su felicidad por la creación, sino que la tiene por esencia en su eterna contemplación. Así lo había dicho Nuestro Señor: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). El giro antropocéntrico por el que se pone al hombre como fin y gloria del Creador, implica también la invertida supremacía de la acción sobre la contemplación. Aunque no lo diga de manera explícita, el humanismo conciliar da por supuesto que Dios alcanza la plenitud de su felicidad por el libérrimo acto de la creación, pues así como un artista se completa al producir su obra maestra, así le ocurriría a Dios al producir el hombre. El hombre, entonces, se hace perfecta imagen de Dios, no en cuanto lo contempla, sino en cuanto también se constituye hacedor y gobernador de las cosas creadas, que Dios puso a su disposición: “Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, teólogos eran tutores encargados de explicar a los fieles (Iglesia discente), bajo la estrecha vigilancia del Magisterio (Iglesia docente), tanto lo que decían las fuentes de la Revelación (Sagrada Escritura y Tradición), como lo que decía la razón, especialmente cultivada por la sabiduría griega. El humanista del renacimiento se cansó de sus tutores y decidió ir él, personalmente, a las fuentes y a los griegos para formarse su propia opinión. Como se cambiaron los teólogos por los libros, hubo un auge impresionante de traducciones y ediciones. Evidentemente, este movimiento estuvo siempre animado de un profundo anticlericalismo. Sin embargo, estos retrocesos no eran suficientes para liberar el pensamiento, porque los grandes teólogos escolásticos ya habían bebido antes en esas fuentes con mayor provecho, y no era fácil sostener frente a ellos la libertad de opinión. Por eso, junto con los referidos retrocesos, fue creciendo un movimiento de ataque al rigor mismo del pensamiento escolástico, buscando argumento en los aspectos subjetivos del pensamiento humano. En este punto, el que abrió el fuego fue Guillermo de Ockham, con su nominalismo. El proceso de este combate es largo y complejo, pero suficientemente conocido como para que se haga necesario extendernos. San Pío X señaló la importancia que tiene el subjetivismo, llevado al extremo del agnosticismo, en el pensamiento modernista. El último acto defensivo por parte de la Iglesia fue la encíclica Humani generis, de Pío XII.

2. El subjetivismo conciliar

La drogadicción del subjetivismo -drogadicción y subjetivismo son dos vicios muy semejantes- desembocó en extremos tales como la infernal locura del idealismo hegeliano, que ya no distingue entre pensamiento y realidad. El «humanismo nuevo» que triunfó en el Concilio, va a buscar moderar la dosis para no acabar con toda racionalidad, pero le es absolutamente necesario permanecer en el subjetivismo para no perder la esencial libertad de pensamiento. El pensamiento conciliar va a encapsular su subjetivismo en la media verdad de la «inadecuación de las fórmulas dogmáticas». La Revelación -dice- consiste en la manifestación que Dios ha hecho de Sí mismo y el acto de fe consiste en cierta percepción del misterio divino. Es verdad -sostiene- que esta experiencia de fe tiende a expresarse en fórmulas conceptuales que, mediante la aprobación de la jerarquía eclesiástica, llegan a ser dogmas. Pero las fórmulas dogmáticas podrán ser expresión acabada de la experiencia comunitaria de fe, mas nunca podrán expresar adecuadamente el objeto en sí de la fe, que es el misterio inefable de Dios. La fe consiste en creer en Dios y no en fórmulas conceptuales acerca de Dios. Aquí la prestidigitación conciliar nos distrae con otro de sus trucos. Es verdad que el objeto de la fe es el misterio de Dios, pero esto es sólo la mitad más brillante de la verdad. Como enseña Santo Tomás, “el objeto de la fe puede considerarse de dos maneras: de un modo, por parte de la cosa misma creída, y en este caso el objeto de la fe es una cosa incompleja, esto es la cosa misma de que se tiene fe [el misterio de Dios]; de otro modo, por parte del que cree, y según esto el objeto de la fe es algo complejo a manera de proposición [la doctrina cristiana]”. Esta distinción corresponde con aquella más general de los escolásticos entre la verdad lógica, tal como se da en los juicios del intelecto, y la verdad ontológica, la cosa en sí en cuanto cognoscible. De allí que la verdad revelada, objeto de la fe, sea a la vez una cosa, la realidad divina en sí misma (verdad ontológica) y una doctrina, resumida en los artículos del Credo (verdad lógica). Como es evidente, la doctrina de la fe no puede dar a conocer completamente a Dios en sí mismo, pues la realidad divina no puede ser abarcada por conceptos humanos; pero nos la da a conocer lo suficiente para amar a Dios y salvarnos. Por lo tanto, si bien la doctrina revelada no es adecuada a la realidad divina, sí es adecuada a nuestra manera de conocer y a nuestras necesidades. La nueva teología conciliar va a quedarse solamente con la primera manera de entender el objeto de la fe y la verdad revelada, como la cosa misma creída, y va a negar la segunda, insistiendo despectivamente que Dios no reveló doctrinas, sino que se reveló El mismo. Y cree que con este sutil discernimiento ha bautizado su subjetivismo, porque ahora podrá defender la substancial inmutabilidad de la Verdad revelada y de la Tradición, porque la sustancia de lo que se ha revelado y se transmite, es el misterio mismo de Dios, ciertamente inmutable. Otra cosa habrá que decir de las fórmulas conceptuales y lingüísticas que expresan este misterio, que no se adecuan al mismo y son siempre en cierta manera subjetivas, dependientes del momento histórico y del ambiente cultural en que se expresan.

3. Breve análisis del subjetivismo conciliar

El subjetivismo conciliar sostiene un relativismo moderado y se resiste a caer en «la tiranía del relativismo» absoluto, al cual sin embargo constantemente tiende. Fundamentalmente niega la capacidad de la razón para conocer las esencias universales de las cosas. Como el viejo nominalismo, aunque con lenguaje más sofisticado, reemplaza la doctrina escolástica de la abstracción por la de una indefinida experiencia, desconociendo así lo propio del conocimiento intelectual y asimilándolo al conocimiento sensible. Esto tiene enormes consecuencias:

• Negada la universalidad del conocimiento intelectual, este pasa a depender -como ocurre con el conocimiento sensible- del hic et nunc, es decir, del ambiente cultural y del momento histórico. Aunque no va a negar cierta comunidad (no se diga universalidad) de los conceptos, sin embargo, dirá que ésta se funda en la comunión vital de los miembros de una misma cultura y de un mismo momento histórico.

• Si no conocemos la esencia de las realidades que se nos ofrecen por los sentidos, de modo parcial pero verdadero, tampoco podremos conocer por analogía propia la realidad divina. Mal podemos decir que conocemos algo de las Personas divinas si no podemos conocer lo que es esencialmente la persona humana, porque sólo podemos conocer Aquellas por analogía con ésta. A la teología nueva, por lo tanto, sólo le queda abierta la vía negativa, esto es, decir de Dios no lo que es, sino lo que no es: que no es corporal, que no es temporal, que no es como nada de lo que conocemos. Pero una teología puramente negativa no es ninguna teología: sólo sabe que no sabe nada. Como es evidente, no sólo no hay teología, sino que tampoco queda lugar para una verdadera ciencia. Este error filosófico pretende ser justificado por una media verdad teológica. Porque es cierto que la fe supone cierto contacto inmediato con Dios en cuanto Verdad primera, que explica la posibilidad de la caridad sobrenatural, y que Santo Tomás no dudará en denominar «experiencia». Pero esto se sigue en razón de la divina certeza del acto de fe y no de la particular verdad sobre la que recae tal acto, expresada en una proposición conceptual. Los prestidigitadores de la nueva teología deslumbran a sus discípulos con este profundísimo aspecto del acto de fe, para lo cual se hacen expertos tomistas, y niegan el aspecto más claro y evidente: que Dios se nos reveló de un modo accesible a nuestra manera de conocer, esto es, por medio de proposiciones conceptuales que constituyen un cuerpo doctrinal. A la negación, entonces, de la evidentísima verdad de razón, que la inteligencia abstrae las esencias universales de las cosas, la nueva teología conciliar le suma la negación de una verdad de fe, que la Revelación consiste también en una doctrina, Esta no es una conclusión teológica, sino una verdad explícitamente revelada, porque si la revelación no fuera también doctrina, no podría decirse que la fe viene de la predicación, ex auditu (Rom 8, 17).

4º Consecuencias
El pluralismo teológico No hace falta meditar mucho para darse cuenta que las consecuencias son enormes. La revelación sería una «presencia» de Dios, manifestada misteriosamente a través de diferentes «símbolos» o «sacramentos»: Jesucristo y la Iglesia, la Escritura y la Liturgia, los pobres, los negros y las mujeres. La fe consistiría en la percepción del misterio divino, gracias a la interpretación del símbolo. La percepción de la fe es en sí misma indefinible, pero el hombre es social y tiende a expresar sus experiencias en palabras. Como se sabe, la mayoría no sabe expresarse bien, pero en cada comunidad no falta un poeta que tiene el don de expresar el sentir común de la fe. Estos poetas son los neoteólogos y sus teologías son poemas que expresan, con mayor o menor belleza, el hic et nunc de la Revelación divina. Así se explica la instauración, desde el Concilio, del «pluralismo teológico». Pretender, como hacía Pío XII con sus encíclicas doctrinales, que sólo se conserve una teología y se excluyan las demás, es una pérdida de riqueza y un abuso de autoridad. Porque, como decía el Santo Poeta de Aquino, nunca se terminaría de cantar el misterio de la Presencia divina: “Quantum potes, tantum aude: quia maior omni laude, nec laudare sufficis”. Ahora los teólogos sí se atreven a tanto cuanto pueden y no dejan de ser aplaudidos por los Papas conciliares.

El problema de la verdad

Como el nuevo humanismo conciliar quiere ser católico, no puede renunciar a hablar de la verdad, pero para el subjetivismo, como para Pilatos, la verdad se ha transformado en problema: Quid est vertías? La verdad es cierta adecuación entre el intelecto y la cosa, perfectamente definible y verificable para el que sabe que el intelecto alcanza las esencias universales de las cosas. Pero para el pensamiento moderno, el problema de la verdad será el primero en beneficiarse de las bondades del pluralismo, pues recibe mil respuestas sin poder decidir cuál de ellas es más «verdadera». Quizás podríamos decir que las diversas explicaciones van desde entender la verdad como una simple sinceridad, en la cual la expresión conceptual se adecúa a la experiencia personal, hasta entenderla a la manera de la verdad práctica, en la que es verdadero lo que es eficaz, es decir, la expresión conceptual adecuada (como el medio al fin) para conservar la paz interior o la unidad en la comunidad humana. Pero ¿quién decidirá si nuestra opinión es verdadera? Que al menos se considere que es sincera y puede servir. Para muestra, basta un botón. El fruto más maduro del subjetivismo, como señala San Pío X, es la verdad de toda religión; con él se abrieron, desde el Concilio Vaticano II, las vías prohibidas del ecumenismo. Pero treinta años después se iba tan barranca abajo que la Comisión Teológica Internacional, alegre de pisar el acelerador en sus primeros tiempos, entonces comenzó a tocar nerviosa los frenos. En 1996 publica El cristianismo y las religiones, documento que busca moderar la «posición pluralista» de los que defienden el igual valor de toda religión. Es muy interesante ver planteadas con claridad, en el Status quaestionis, las posiciones extremas a las que llega -en plena coherencia con los principios subjetivistas del ecumenismo- la objetada opinión «pluralista»; y luego tocar, en la parte resolutiva, la impenetrable oscuridad de los argumentos con que se las quiere matizar. El Status quaestionis propone seis problemas. En el tercero se toca valientemente «la cuestión de la verdad» de las religiones: “La cuestión de la verdad acarrea serios problemas de orden teórico y práctico, ya que en el pasado [no subjetivista] tuvo consecuencias negativas en el encuentro con las religiones [pues sin subjetivismo no hay ecumenismo]” (n. 13). Explica allí una versión inmoderada del principio de inadecuación, asociada a la opinión que se combate, excesivamente relativista: “La concepción epistemológica subyacente a la posición pluralista utiliza la distinción de Kant entre noumenon y phaenomenon. Siendo Dios, o la Realidad última, trascendente e inaccesible al hombre, sólo podrá ser experimentado como fenómeno, expresado por imágenes y nociones condicionadas culturalmente; esto explica que representaciones diversas de la misma realidad no necesiten excluirse recíprocamente a priori” (n. 14). El problema, nada pequeño, está en que “la omisión del discurso sobre la verdad lleva consigo la equiparación superficial de todas las religiones, vaciándolas en el fondo de su potencial salvífico. Afirmar que todas son verdaderas equivale a declarar que todas son falsas. Sacrificar la cuestión de la verdad es incompatible con la visión cristiana” (n. 13). Bien dicho. El documento considera, en la segunda parte, «los presupuestos teológicos fundamentales» y en la tercera da solución a los problemas planteados. El punto más extensamente discutido, y el más oscuro, es el problema de la verdad. “[La Iglesia] valora lo verdadero, bueno y bello de las religiones desde el trasfondo de la verdad de la propia fe, pero no atribuye en general a la pretensión de verdad de las otras religiones una misma validez. Esto llevaría a la indiferencia, es decir, a no tomar en serio la pretensión de verdad tanto propia como ajena” (n. 96). Los católicos no podemos decir que tenemos la verdad y las otras religiones no, pero digamos al menos que la pretendemos con mayor validez, no sea que caigamos en indiferentismo.

“Todo diálogo vive de la pretensión de verdad de los que en él participan. Pero el diálogo entre las religiones se caracteriza además por aplicar la estructura profunda de la cultura de origen de cada uno a la pretensión de verdad de una cultura extraña” (n. 101). Por lo tanto, cuando los pluralistas extremos objetan que los católicos no deben pre tender que nuestra doctrina es superior : "A la única mediación salvífica de Cristo para todos los hombres se le atribuye, por parte de la posición pluralista, una pretensión de superioridad" (n. 104), la CTI responde que los que dialogan deben respetar la pretensión de verdad del otro, y los católicos pretendemos que Cristo es superior; que esto está en la "propia estructura de verdad" de la fe cristiana (n.103). ¿Alguien podrá decir alguna vez si la «estructura de verdad» del cristianismo es más verdadera que la de otra religión? Según la CTI, sólo puede decirse que es nuestra «pretensión», en razón de nuestro «trasfondo cultural».

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