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viernes, 15 de julio de 2016

Memorias de de un mártir Cristero o “Entre las patas de los caballos”

Tella
XXIII


Nos ofrecieron en venta una partida importante de parque, y me mandó Efrén con Adalberto y dos muchachos más para cerrar el trato y transportarla. Llegamos a la ciudad y nos alojamos cada quien en distinto albergue, para no suscitar sospechas. Fui a un hotel. Hacía tiempo no me veía de cuerpo entero ante un espejo, y apenas pude reconocerme. Las noches y los días a la intemperie, la continua lucha contra los hombres y los elementos, las prolongadas vigilias, todo me había convertido en otro hombre. Estaba rendido, pero no pude dormir en cama blanda. Su movimiento me despertaba con sobresalto. Mis pensamientos iban al pasado; en el futuro no pienso ya. Se apoderaron de mi mente los recuerdos de mi vida de familia, las imágenes de mi gente. Veía hasta los rincones de mi casa, como si en esos momentos estuviera frente a ellos. Trataba de alejar esos pensamientos, pues siempre me deprimían, pero esa noche eran obstinados. Las lágrimas afluían a mis ojos. Al siguiente día fui con Adalberto a ver a la Coronela, una de nuestras proveedoras de armas y cartuchos. Mujer atractiva y resuelta, que se enorgullecía de su mote e historia y de la que contaban actos heroicos ocurridos durante la revolución. Lo cierto es que fue hija de un rico hacendado. Al morir su padre quedó muy joven y casó con el administrador de su hacienda, hombre de mayor edad, quien ya convertido en patrón alternó con los señores de las propiedades vecinas, a quienes obsequiaba con los mejores vinos, en veladas cuya atracción principal era su mujer, que tocaba bien el piano y la guitarra, y sobre todo bailaba estupendamente. Al estallar la revolución se la llevó uno de sus caudillos y empezó su vida de aventuras en los campos de batalla, merced a las cuales se hizo de numerosas relaciones entre los revolucionarios. Estas le facilitaban cuanto quería.

Llegamos a su casa al oscurecer; era preciso pasar por sus tertulias. La Coronela no estaba y tuvimos que esperar. El fonógrafo tocaba un danzón; me divertí viendo a las parejas bailar. Una muchacha platicaba con Adalberto, al que contaba no sé qué cosas que lo hacían reír. Llegó la Coronela y le entregamos el importe de la operacion. El parque estaba en un camión estacionado en las orillas del pueblo. Llamó a Tella, una de las muchachas, y le encargó que me acompañara para presentarme al conductor del carro. Salí con ella y en su compañía recorrí las calles del pueblo. Adalberto nos seguía a. cierta distancia. Al dar vuelta a una esquina avistamos el camión. Llegamos junto a él y Tella se aproximó a despertar al chofer que al parecer dormía.

-Despabílate, Pedrito, que ya llegamos -dijo sacudiéndolo por el brazo. Levantó éste la vista y la muchacha dio un paso atrás ahogando un grito y exclamó:

-¡El comandante de policía!

El comandante tocó el claxon y de las casas vecinas surgieron varios individuos con sus armas en la mano. Saqué mi pistola y disparé contra ellos. Adalberto a distancia hizo otro tanto y los agentes se replegaron. Me batí en retirada, pegado al muro. Frente a la puerta de un corral, Tella me gritó:

-¡Por aquí!, saldremos a la barranca.

Entré y corrí en su busca. Cruzaba el corral cuando desde la puerta hicieron varios disparos. Me sentí herido en la cabeza y la sangre me bañó la cara, Tella me esperaba y juntos corrimos. Descendimos precipitadamente por la empinada cuesta, tropezando con piedras y arbustos que nos hicieron caer.

Seguimos la corriente del río en un tramo. Dejó de escucharse el ruido de la persecución y volvimos a subir la cuesta. Entramos al pueblo por un estrecho callejón; caminamos por calles oscuras y llegamos a casa de Tella. De mi herida continuaba fluyendo sangre, que manchó mi camisa. Me la quité mientras Tella traía agua. Hizo tiras un lienzo y me lavó cuidadosamente la cara y la cabeza hasta localizar la herida. Era sólo una descalabradura causada por un rozón de bala. Me puso alcohol, me vendó, y se contuvo la hemorragia. Continuó lavándome la sangre coagulada. Su ternura me recordó a mi madre, y tuve el deseo de corresponder a sus cuidados abrazándola; pero me contuve. Noté que ella también estaba sucia y desgarrada y a mi vez tomé agua para limpiarle el rostro. Vista de cerca su cara parecía otra. Hasta entonces me di cuenta de lo bonita que era.

-¡Qué joven y qué valiente eres! -me dijo. Acarició mis brazos y agregó:

-¡Pareces una estatua!

Sentí que el color se me subía y no supe qué decir. Acaricié el óvalo de su cara, y con la punta de mi dedo recorrí sus labios. Ella, tímidamente, al oído, casi sin pronunciar palabra, me preguntó si no había tenido antes una amiga. Con la cabeza le dije que no. Emocionada me dio un abrazo. Cuando desperté al día siguiente, ya se había arreglado y me observaba sentada al pie de la cama. Me sonrió con expresión de ternura.

-¿No estás enfadado? -me preguntó.

-¿Por qué habría de estarlo? -le respondí.

Tella comenzó a hablarme con voz débil, a la que fue dando mayor entonación. Luego, a borbotones, saltaron sus comprimidos pensamientos y me contó su historia, repitiendo varias veces el mismo hecho.

-Eres como creí que era el único hombre que he amado -me dijo-. Mientras dormías, viendo tu limpia frente, tu tranquila expresión, desperté de la pesadilla en que vivo desde no sé cuándo. Llena de amor, con la mente y el corazón limpios, caí vencida por las fuerzas de la vida; pero él era vil y me llenó de lodo.

Al pronunciar estas palabras, los ojos le brillaban como chispas arrancadas de un hierro candente a martillazos.

-Me cerraron las puertas y me hicieron rodar; pero hoy me he encontrado.

Quiso que le contara mi vida e ideales de cristero. Hablamos de religión. La afligía el juicio de Dios acerca de sus actos y creía también cerradas sus puertas.

-El vino al mundo para ayudamos a llevar nuestra cruz –le dije- y Murió por ti, por mí y exaltó nuestra dignidad. No comprendemos el brutal desequilibrio entre nuestros anhelos y la triste realidad, porque estamos como el niño que en el vientre de su madre pudiera pensar para qué le sirven los ojos, si no hay luz, para qué las piernas y los brazos que no puede mover; pero ese niño surgirá a la vida para la cual está destinado y aprovechará sus facultades. Así, nosotros también nos preparamos para una vida mejor, en la cual saciaremos algún día nuestras ansias de justicia, de felicidad.

Tella me escuchaba con creciente interés. Me hizo mil preguntas, y terminó rogándome rezara con ella y formuló votos de enmienda. Al oscurecer nos despedimos. Me acompañó unas calles y luego continué solo y me alejé de la población a campo traviesa. Deseaba saber de mis compañeros, así como averiguar quién nos había traicionado, por lo que decidí volver, seguro de que no podían reconocerme, pues cuando nos atacaron la noche era oscura y los acontecimientos se sucedieron con rapidez. El peligro existía sólo en caso de que la Coronela fuera la traidora; pero me resistí a creerlo; además, estaba dispuesto a correr el riesgo por averiguarlo. Me agradaba igualmente la idea de volver a ver a Tella.

El día siguiente me quité la venda y eché a andar por la carretera, a modo de llegar entrada la mañana. Oculté mi pistola en una cerca, pues sólo tenía dos balas y más podía comprometerme que ayudarme. Entré sin tropezó y me dirigí al alojamiento de Adalberto. Por fortuna estaba allí y permanecía en contacto con los otros dos compañeros. Habían decidido esperarme aún aquel día.

Enviamos a los asistentes a casa de la Coronela a explorar el campo. Como sus informes fueron tranquilizadores, fui con Adalberto. Todo estaba en calma y la escena no difería de la que había visto dos noches antes. Al vernos la Coronela, nos llevó precipitadamente a una pieza interior.

-¡Qué temeridad! j Volver aquí después de lo ocurrido! -A eso venimos 

-le dije-: a saber qué ocurrió. No podemos volver al campamento con las manos vacías.

-¡Pues llévense su cadáver, a ver si quedamos a mano! Estos cochinos así se cobraron, a ver si ustedes así se satisfacen.

-¿Qué cadáver? -pregunté.

-El de Tella; está en el Depósito. La aprehendieron anoche, y amaneció muerta, a la salida del pueblo, desnuda, con las entrañas desgarradas por una estaca que a golpes le metieron. Palidecí, sin saber qué decir. La impresión fue demasiado fuerte e imprevista. Nos trajeron de beber y sentí necesidad de tomar. Las mujeres estaban consternadas; no obstante, algunas bailaban en el salón. La Coronela escapó a la acción del Inspector de Policía gracias a sus influencias y a los intereses creados. Ignoraba quién podía habernos traicionado.

Salimos de casa de la Coronela. Nuestros compañeros trajeron caballos y armas que les proporcionaron los amigos y partimos, dispuestos a jugárnosla si intentaban detenernos. Nadie nos molestó, defraudando mis deseos, pues quería encontrar en quién saciar mi rabia. El tequila había hecho su parte, y volví grupas, azucé el caballo y entré de nuevo al pueblo disparando mi arma y gritando:

-¡Viva Cristo Rey, cobardes!

La poca gente que a esas horas transitaba por las calles desapareció como por encanto. En el Palacio Municipal y la Comisaría temieron una emboscada y cerraron las puertas. Yo continuaba caracoleando mi montura y encabritándola, mientras gritaba:

-¡Estoy solo, asesinos!


A galope tendido entraron Adalberto y los muchachos disparando sus armas al aire. Al llegar donde yo estaba obligaron a mi caballo a seguirlos, y corriendo abandonamos el pueblo, sin que alguien nos saliera al paso.


Esto me valió un serio extrañamiento y arresto. Me sentía avergonzado porque mi actitud se redujo a bravatas, que en mi juicio repudiaba por inútiles. Recordé a tantas mujeres martirizadas por llevar parque a los libertadores. Pensé en Marta, y un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Me imaginé que algo malo podía ocurrirle y me sentí lleno de angustia. Era necesario hacer algo para evitarlo y proyecté formar un grupo pequeño y decidido, cuya misión fuera conseguir y transportar pertrechos a la brava, mediante golpes de astucia o por la fuerza. Mucho había aprendido en mis andanzas y lo juzgué factible. Consulté con Adalberto, quien estuvo dispuesto a secundarme. Efrén aprobó la idea y reclutamos ocho voluntarios más, todos jóvenes, buenos tiradores y arriesgados. Hicimos planes, nos despedimos de los del campamento y partimos en busca de aventuras. Al ir sobre mi caballo, con la cabeza llena de fantasías, me imaginé que Marta y Tella me sonreían. 

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