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lunes, 20 de junio de 2016

Breve relato sobre el Anticristo - Vladimir Soloviev


Breve relato sobre el Anticristo
(tercera parte)

Vladimir Soloviev




El candidato principal era un miembro secreto de la orden: “el hombre venidero”. Era la única persona de fama universal. Siendo por profesión docto en la artillería y por sus fuentes de ingreso un potentado capitalista, gozaba de relaciones amistosas tanto en el mundo financiero como en el militar. En tiempos menos favorables se hubiera podido alegar contra él su origen dudoso, rodeado de una densa nube de oscuridad. Su madre, una mujer de mala reputación y conducta deshonesta, era conocida en ambos hemisferios y muchos hombres podían reclamar la paternidad de su hijo, dada su peculiar conducta. Esta situación, por supuesto, carecía de importancia en un siglo tan avanzado al que, por lo demás, le había tocado en suerte ser el último. "El hombre venidero" fue elegido casi por unanimidad presidente vitalicio de la «Unión de los Estados de Europa». Cuando apareció en el estrado con el fulgurante esplendor de su juvenil perfección y fuerza sobrehumana exponiendo con una inspirada elocuencia su programa universal, cautivó de tal modo a la asamblea, que ésta, fascinada con el encanto de su personalidad, en un arranque de entusiasmo, decidió sin votación alguna ofrecerle el más alto honor nombrándolo Emperador Romano. El congreso se clausuró en medio de un regocijo generalizado y el gran hombre electo publicó un manifiesto que se iniciaba así: "¡Pueblos de la tierra! ¡Mi paz les doy!" Y concluía diciendo: "¡Pueblos de la tierra! ¡Las promesas se han cumplido! La paz eterna y universal ha sido consolidada. Cualquier intento de perturbarla ahora encontrará una insuperable oposición, porque de ahora en adelante se establece en el mundo un poder central más fuerte que cualquier otro, sea éste individual o todos en conjunto. Este poder invencible y capaz de conquistarlo todo me pertenece a mí, el electo Emperador de Europa y comandante de todas sus fuerzas. El derecho internacional ha establecido finalmente las sanciones ausentes por tanto tiempo. ¡De aquí en adelante, ningún país se atreverá a decir 'Guerra' cuando yo digo 'Paz'! ¡Pueblos de la tierra, paz para ustedes!". Más allá de los límites de Europa, particularmente en América, se formaron fuertes partidos imperialistas que obligaron a sus gobiernos a unirse a los Estados de Europa bajo la autoridad suprema del Emperador Romano. En territorios ignotos de Asia y África se encontraban todavía algunas tribus independientes y pequeños estados. El Emperador, con un pequeño pero selecto ejército conformado por soldados rusos, alemanes, polacos, húngaros, y regimientos turcos, emprendió una marcha militar desde el Asia Oriental hasta Marruecos y, sin mucho derramamiento de sangre, sometió a todos los estados que aún no se encontraban bajo su mandato. En todos los países de ambos hemisferios instituyó sus propios gobernadores, que fueron escogidos de entre los nobles del lugar que habían recibido una educación europea y le eran fieles. En los países paganos, los pobladores impresionados lo proclamaron su dios supremo. En el lapso de un año se estableció una monarquía universal en el sentido más propio y exacto de la palabra. Los gérmenes de guerra fueron destruidos desde sus raíces. La Liga de la Paz Universal se reunió por última vez y, dirigiendo un entusiasta elogio al gran pacificador, se disolvió al perder su razón de ser. Iniciado el nuevo año de su reinado, el Emperador universal publicó un segundo manifiesto: "¡Pueblos de la tierra! Os he prometido paz, y os la he dado. Pero la paz es bella solamente si hay prosperidad. Quien en tiempo de paz se ve amenazado por la pobreza no puede ser feliz en medio de la paz. ¡Por tanto, venid ahora a mí todos los que sufren hambre y frío y en mí hallareis comida y calor!".

Después anunció un simple, aunque extenso, programa de reforma social ya desarrollado anteriormente en su libro, el cual, en efecto, cautivó a los espíritus más nobles y sensatos. Ahora que todos los recursos financieros del mundo y extensas propiedades de tierra estaban en sus manos, el emperador se encontraba en la capacidad de llevar a cabo esta reforma y satisfacer los deseos de los pobres sin causar daño a los ricos. Según este plan cada uno recibiría según sus capacidades, y cada capacidad sería retribuida según el propio trabajo y sus resultados. El nuevo señor del mundo era ante todo un filántropo lleno de compasión, y no tan sólo un filántropo, sino también un filozoísta (6). Él mismo era vegetariano, y prohibió la vivisección y sometió los mataderos a una severa vigilancia. Favoreció ampliamente a sociedades protectoras de animales. Por encima de estos detalles, lo más importante, fue el firme establecimiento de la más fundamental forma de igualdad para toda la humanidad: la igualdad de la sociedad universal. Esto se realizó en el segundo año de su reinado. Los problemas sociales y económicos fueron resueltos de una vez para siempre. Sin embargo, si el alimento es de primera necesidad para los hambrientos, aquellos saciados demandan algo más. Hasta los animales saciados usualmente no sólo quieren dormir sino también jugar. Tanto más la humanidad, que siempre post panem exige circenses (7). El Emperador superhombre comprendía aquello que las masas necesitaban. En aquel tiempo llegó a Roma del lejano oriente, un gran mago rodeado de un halo de extraños acontecimientos y fabulosos relatos. Según rumores que corrían entre los neobudistas, era de origen divino, hijo del dios del sol del sur y de una ninfa del río. Este mago, de nombre Apolonio, era sin duda un hombre genial. Al ser de procedencia semiasiática y semi-europea, obispo católico in partibus infidelium (8), combinaba en su persona de un modo impresionante el dominio de los últimos descubrimientos y aplicaciones técnicas de la ciencia occidental, con un conocimiento tanto teórico como práctico de lo más significativo del misticismo tradicional oriental. Los resultados de esta combinación eran sorprendentes.

El mago poseía, entre otras cosas, el semi-científico y semi-mágico arte de atraer y dirigir a voluntad la electricidad atmosférica, tanto que el pueblo decía que mandaba al fuego bajar del cielo. Por lo demás, aunque impresionaba la imaginación de las multitudes con inauditos y diversos prodigios, se abstuvo por algún tiempo de abusar del propio poder para fines egoístas. Y así, este hombre se presentó al gran Emperador y lo veneró como al verdadero hijo de dios, anunciando que en los secretos libros del Oriente había encontrado profecías que directamente le concernían revelándolo como el último salvador y juez de la tierra y ofreciéndole luego su arte y sus servicios. El Emperador, fascinado, lo tuvo como don del cielo y concediéndole espléndidos títulos, lo mantuvo en su constante compañía. Los pueblos de la Tierra, habiendo obtenido de su señor los beneficios de la paz universal y alimento en abundancia para todos, adquirieron la posibilidad de gozar de los más inesperados milagros y signos extraordinarios. Terminaba así el tercer año del reinado del superhombre.


Después de resolver felizmente los problemas políticos y sociales se enfrentaba ahora el tema religioso. El Emperador mismo planteó el asunto, sobre todo con relación al cristianismo, que en ese entonces se encontraba disminuido. Era consciente de que no quedaban más de 45 millones de cristianos. Sin embargo, en el aspecto moral, se había vuelto más consistente y había alcanzado un alto nivel, ganando en calidad lo que había perdido en cantidad. Las personas que no estuvieran unidas al cristianismo por algún lazo espiritual no serían contadas entre los cristianos. Las diversas denominaciones habían perdido miembros casi en la misma proporción, de modo que la relación numérica entre ellas era aproximadamente la misma que antes. En cambio, con respecto a sus relaciones recíprocas, aunque no se hubiese dado una completa reconciliación, la hostilidad entre ellos había disminuido considerablemente y las diferencias habían perdido su primigenia aspereza. El Papado desde tiempo atrás había sido exiliado de Roma, y tras largas peregrinaciones, halló refugio en Petersburgo, bajo la condición de abstenerse de realizar propaganda tanto ahí como en el país. En Rusia el Papado asumió una forma más simple. Sin disminuir el número del personal necesario para los diversos ministerios y oficinas, se vio obligado a infundir a su actividad un carácter más ferviente y a reducir al mínimo los rituales y ceremoniales. Numerosas costumbres curiosas y extrañas, aunque no fueron abolidas formalmente, cayeron en desuso. En todos los demás países, especialmente en América del Norte, la jerarquía católica contaba aún con varios representantes de posición independiente, voluntad tenaz y energía infatigables, que mantuvieron unida a la Iglesia católica preservando así su carácter internacional y cosmopolita.



Los protestantes, con Alemania a la cabeza, especialmente después de la unión de una considerable parte de la Iglesia Anglicana con la Católica, se liberaron de sus tendencias más radicales, y sus más acérrimos defensores cayeron en una indiferencia religiosa o en una incredulidad declaradas. Sólo en la Iglesia Evangélica permanecieron sinceros creyentes. Dirigida por personas con una amplia erudición y con una profunda fe religiosa tendió cada vez más a convertirse en la imagen viva del antiguo cristianismo. Cuando los eventos políticos cambiaron la posición oficial de la Iglesia, la Iglesia ortodoxa rusa perdió millones de sus falsos y nominales miembros. Sin embargo, tuvo la dicha de verse unida con la mejor parte de los antiguos creyentes y hasta con muchos de los más religiosos sectarios. Esta Iglesia renovada, si bien no crecía numéricamente, lo hizo en fuerza espiritual, manifestándolo particularmente en su lucha con numerosas sectas extremistas que impregnadas de un demoníaco y satánico poder se multiplicaban entre la gente y la sociedad. Durante los dos primeros años del nuevo reinado, todos los cristianos, asustados y agotados por la serie de revoluciones y guerras precedentes, tuvieron una actitud de decidida simpatía y entusiasmo frente el Emperador y sus pacíficas reformas. Pero en el tercer año, cuando apareció el gran mago, muchos de los ortodoxos, católicos y evangélicos comenzaron a sentirse seriamente insatisfechos e inquietos, desaprobando todas sus acciones y viéndolo con antipatía. Los textos evangélicos y apostólicos que hablan sobre el príncipe de este mundo y el Anticristo fueron leídos con mayor atención y suscitaron comentarios. Por algunos indicios el Emperador sospechó que se avecinaba una gran tormenta y decidió resolver esta situación de inmediato. Al inicio del cuarto año de su reinado dirigió un manifiesto a los fieles cristianos de toda confesión, invitándolos a escoger o nombrar representantes plenipotenciarios para un Concilio Ecuménico bajo su liderazgo. Para entonces, el Emperador había transferido su residencia de Roma a Jerusalén. Palestina era entonces un estado autónomo, poblado y gobernado principalmente por judíos. Jerusalén pasó de ser una ciudad libre a convertirse en una ciudad imperial. Los lugares santos de los cristianos permanecieron intactos, pero sobre la vasta explanada de Jaram-esh-Sherif, extendida desde Birket-Israin y las barracas por un lado, hasta la mezquita El-Aksa y los “Establos de Salomón” por el otro, se erigió un enorme edificio que incorporaba, además de las dos pequeñas y antiguas mezquitas, un vasto templo “imperial” destinado a la unión de todos los cultos y dos fastuosos palacios imperiales con bibliotecas, museos y lugares especiales para experimentos y prácticas mágicas. En esta mitad-templo y mitad-palacio se llevaría a cabo la apertura del Concilio Ecuménico el 14 de setiembre. Dado que la Iglesia Evangélica no tenía jerarquía en el estricto sentido de la palabra, la jerarquía Católica y la Ortodoxa en conformidad con el deseo expreso del Emperador, decidieron admitir en concilio a un cierto número de laicos reconocidos por su piedad y su devoción hacia los intereses de la Iglesia, dándole así una cierta homogeneidad a la representación de las diversas partes de la cristiandad. Una vez que los laicos fueron admitidos, no estuvo permitido excluir al bajo clero, ni negro ni blanco. De tal modo que el número total de miembros asistentes al Concilio excedió los tres mil, y cerca de medio millón de peregrinos cristianos invadieron Jerusalén y toda Palestina.

CONTINUARA...

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