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jueves, 16 de junio de 2016

Breve relato sobre el Anticristo - Vladimir Soloviev


"Él creía en esto, pero sólo se amaba a sí mismo. Creía en Dios, pero en lo profundo de su alma, inconsciente e involuntariamente, se prefería a sí mismo."

Breve relato sobre el Anticristo
(segunda parte)


Vivía en aquel tiempo, entre los pocos que aún creían en el espiritualismo, un hombre de dotes excepcionales—muchos lo llamaban un superhombre— que estaba lejos de ser niño tanto en la mente como en el corazón. Era todavía joven pero, gracias a su extraordinaria genialidad, a los treinta y tres años alcanzó fama de pensador excepcional, de escritor y reformador social. Consciente de su gran poder espiritual, fue siempre un convencido espiritualista y su clara inteligencia le señaló siempre la verdad de aquello en lo que se debía creer: el bien, Dios, el Mesías. Él creía en esto, pero sólo se amaba a sí mismo. Creía en Dios, pero en lo profundo de su alma, inconsciente e involuntariamente, se prefería a sí mismo.


Creía en el Bien, pero el ojo de la Eternidad que lo ve todo, sabía que este hombre se arrodillaría frente a la potencia del mal apenas ésta lo conquistase; no con el engaño de los sentimientos o de las pasiones bajas, ni tampoco con la seducción de un alto poder, sino tan sólo estimulando su desmesurado amor propio. Por lo demás, este amor propio, no era un instinto inconsciente ni una ambición irracional. Parecía estar lo suficientemente justificado por la extraordinaria genialidad, perfección y nobleza de este gran espiritualista, asceta y filántropo, así como por su elevado desinterés y simpatía hacia aquellos en necesidad. Estaba de tal modo dotado de dones divinos, que veía en ellos un signo de la benevolencia de lo alto y se consideraba el segundo después de Dios, el hijo único de Dios. En una palabra, él mismo creyó ser lo que Cristo fue en realidad. Pero la consciencia de su alta dignidad no se mostraba en la práctica como una obligación moral hacia Dios y el mundo, sino más bien como un derecho y un privilegio sobre los otros y especialmente sobre Cristo. Inicialmente no experimentaba hostilidad hacia Jesús. Admitía su divinidad mesiánica y su valor, pero realmente sólo veía en Él a su más grande precursor. El valor moral de Cristo y su absoluta unicidad no estaban al alcance de una mente tan oscurecida por la ambición como la suya. Razonaba así: “Cristo vino antes que yo; yo he venido segundo, pero en el orden del tiempo aquello que viene después es sustancialmente primero. Yo vine último, al final de la historia, por lo cual soy perfecto. Soy el salvador final del mundo y Cristo es mi precursor. Su vocación fue la de anticipar y preparar mi venida”.


Con esta idea, el gran hombre del siglo XXI aplicará a sí mismo todo lo dicho en el Evangelio sobre la segunda venida, comprendiendo que ello se refería no al regreso del mismo Cristo, sino al reemplazo del Cristo precursor con el definitivo, esto es, consigo mismo. En este estadio “el hombre venidero” se presenta aún con no muchas características originales. Concebía su relación con Cristo del mismo modo como fue, por ejemplo, la de Mahoma: un hombre justo a quien nadie podía reprochar mal alguno. Justificaba la preferencia egoísta por sí mismo y no por Cristo con el siguiente razonamiento: “Cristo, predicando y practicando en su vida el bien moral fue el reformador de la humanidad, yo en cambio estoy destinado a ser el benefactor de esta misma humanidad, en parte reformada y en parte incorregible. Daré a todos todo cuanto ellos necesiten. Cristo, como moralista, dividió a la humanidad en buenos y malos, pero yo en cambio uniré a todos con los bienes necesarios; tanto para los buenos como para los malos. Seré el verdadero representante de aquel Dios que hace brillar el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos. Cristo trajo la espada y yo traeré la paz. Él amenazó a la tierra con el terrible juicio final pero el último juez seré yo, y mi juicio será no sólo de justicia sino de misericordia. En mi juicio habrá también justicia, pero no será una justicia retributiva sino distributiva. Juzgaré a todos y daré a cada uno según sus necesidades”. Con esta magnífica disposición, esperaba una clara invitación de Dios a iniciar la obra de la nueva salvación de la humanidad. Aguardaba un signo prodigioso o algún testimonio de ser el hijo mayor, el primogénito predilecto de Dios. Esperaba, cultivando su amor propio, sostenido por la consciencia de sus virtudes y dones sobrehumanos; pues, como se ha mencionado, era un hombre de una moral irreprensible y de una genialidad nada común. La soberbia de este hombre aguardaba una señal de lo alto para iniciar la salvación de la humanidad, pero no vio signos de ésta. Había cumplido ya los treinta años, y pasaron tres años más. Y he aquí que un pensamiento sobrevino a su mente y un escalofrío le penetró hasta la médula de los huesos: “¿Y si? … Si yo no, sino aquel… galileo. ¿Si él no fuese mi predecesor, sino el verdadero, el primero y el último? En ese caso, Él debería estar vivo… ¿Dónde está? … ¿Qué pasaría si de improviso viene a buscarme… aquí, ahora? … ¿Qué le diré? ¿Me sentiré quizás obligado a inclinarme frente a Él como el más estúpido de los cristianos o como un campesino ruso que masculla sin comprender: ‘Señor Jesucristo, ten piedad de mí pecador?’; o ¿me veré obligado como una anciana polaca a postrarme por tierra ante la Cruz? ¿Yo, el genio brillante, el superhombre? ¡No, nunca!”. Y así, en vez de sus antiguos razonamientos y su fría reverencia ante Dios y Cristo, una especie de terror nació y creció en su corazón, seguido de una sofocante envidia que consumía todo su ser, y un odio furioso que le cortaba la respiración. “¡Yo, yo, y no Él! Él no está entre los vivos. Él ya no está y no estará. ¡No ha resucitado, no ha resucitado, no ha resucitado de entre los muertos! Se descompone en la tumba, se descompone tanto como el último de los mortales…”. Con espuma en la boca corre convulsivamente fuera de la casa a través del jardín, internándose por un sendero rocoso en la oscura y silenciosa noche. La furia se calmó y se trocó en desesperación, dura y pesada como las rocas, oscura como aquella noche. Se detuvo frente a un precipicio profundo, desde cuyo borde podía escuchar a lo lejos el vago rumor del riachuelo corriendo entre las piedras. Una angustia insoportable pesaba sobre su corazón. Entonces un pensamiento cruzó por su mente: “¿Debo llamarlo? ¿Preguntarle qué debo hacer?”. Una imagen benigna y triste aparece ante él, de entre las tinieblas. “¡Se compadece de mí… no, nunca! No ha resucitado, no ha resucitado, no ha resucitado”. Y se lanzó hacia el precipicio. Pero algo firme — ¿una columna de agua?— lo sostuvo en el aire. Sintió algo parecido a una descarga eléctrica, y una fuerza desconocida lo empujó hacia atrás. Perdió por un momento la conciencia y cuando volvió en sí, se encontró arrodillado a unos pocos pasos del borde del abismo. Entrevió el contorno de una figura espléndida de luz fulgurante cuyos ojos penetraban su alma con intolerable e intenso resplandor.


Vio estos ojos penetrantes y percibió —no sabiendo realmente si provenía de sí mismo o de fuera— una extraña voz, insensible y sombría, metálica y absolutamente sin alma, como si viniese de un fonógrafo. La voz le decía: “Tú eres mi hijo predilecto en quien me complazco. ¿Por qué no me reconoces? ¿Por qué adoras al otro, al malo y a su padre? Yo soy tu dios y tu padre. El otro, el mendigo, el crucificado, es un extraño para mí y para ti. No tengo otro hijo más que tú. Tú eres el único, el unigénito, mi igual. Te amo y no pido nada de ti. Eres perfecto, poderoso y grande. Cumple tu obra en tu nombre y no en el mío. No te tengo envidia, te amo. No quiero nada de ti. Aquél que tú considerabas Dios, demandaba a su Hijo obediencia sin límites, absoluta obediencia —incluso hasta la muerte en cruz— y aún ahí no vino en su ayuda. Yo no pido nada de ti, al contrario te ayudaré. Te ayudaré por ti mismo, por amor a tu dignidad y excelencia, por el puro y desinteresado amor que te tengo. Recibe mi espíritu. Como antes mi espíritu te hizo nacer en perfección, así ahora te hago nacer en poder”. Ante las palabras de este desconocido, los labios del superhombre se entreabrieron involuntariamente; los dos ojos penetrantes se acercaron a su rostro y sintió una extraña y helada corriente que penetraba la totalidad de su ser. Se percibió con una fuerza inaudita, con un coraje, agilidad y entusiasmo nunca antes vividos. Repentinamente, la luminosa imagen y los dos ojos desaparecieron, y algo elevó al superhombre regresandolo inmediatamente a su propio jardín, a la puerta de entrada de su casa.



Al día siguiente los visitantes del gran hombre, e incluso sus sirvientes, percibieron su particular complexión, como si fuese inspirada. Habrían estado todavía más maravillados si hubiesen visto con qué facilidad y rapidez sobrenatural escribía, encerrado en su estudio, su famosa obra titulada: «El camino abierto a la paz universal y el bienestar». Los libros precedentes del superhombre y su actividad pública habían encontrado críticos severos, aunque éstos fuesen, en su mayoría, personas de profundas convicciones religiosas y por tanto privadas de cualquier autoridad crítica (nótese que estoy hablando de la venida del Anticristo). Es por ello que las opiniones de estos críticos eran difícilmente escuchadas cuando se referían al “hombre venidero”, opiniones que reconocían en él, de modo inconfundible, la señal de un intenso amor propio y apego a las propias opiniones, y una ausencia total de una verdadera simplicidad, rectitud y bondad de corazón. Con su nuevo libro conquistó para sí algunos de sus antiguos críticos y enemigos. El libro, escrito después del incidente sobre el precipicio, reveló en él una genialidad sin precedentes. Se trataba de una obra que lo abarcaba todo y resolvía todas las contradicciones. Combinaba un noble respeto por las tradiciones y símbolos antiguos, con un amplio y osado radicalismo en asuntos sociales y cuestiones políticas. Unía en sí una desmesurada libertad de pensamiento, con una profunda comprensión de toda realidad mística; un absoluto individualismo, con un celo ardiente por el bien común; el más elevado idealismo en los principios orientadores, con las soluciones prácticas más precisas y concretas. Fue unido con tal arte que cualquier pensador u hombre de acción podía fácilmente ver y aceptar el todo enteramente desde su punto de vista particular, sin sacrificar nada de la verdad en sí misma, sin necesidad de trascender el propio yo por ella o renunciar de hecho a su exclusivismo, sin corregir sus errados puntos de vista y aspiraciones o intentar suplir las propias insuficiencias. Este maravilloso libro fue inmediatamente traducido a las lenguas de las naciones más desarrolladas y también a las de algunas menos avanzadas. Durante todo un año miles de periódicos en todas partes del mundo se vieron abarrotados de avisos publicitarios y de elogios por parte de los críticos. Millones de ejemplares con el retrato del autor fueron vendidos en ediciones económicas y todo el mundo civilizado —que en aquella época comprendía casi todo el globo terráqueo— se llenó de la gloria del hombre incomparable, ¡el grande, el único! Nadie podía alzar objeción alguna contra este libro ya que era aceptado unánimemente como revelación de la verdad total. Todo el pasado era juzgado con ecuanimidad, cada aspecto del presente tratado con imparcialidad y el próspero futuro —aquel del cual tenemos necesidad— era descrito de una manera tan convincente y tangible que cualquiera podía decir: “Esto es lo que queremos; estamos frente a un ideal que no es utopía, ante un plan que no es un artificio”. El prodigioso escritor no sólo impresionó a todos, sino que agradaba a todos, de tal modo que se cumplieron las palabras de Cristo: “He venido en el nombre del Padre y no me han recibido: otro vendrá en su propio nombre y vosotros lo aceptaréis” (5). En efecto, para ser aceptado se necesita ser agradable. Es verdad que algunas personas piadosas, si bien aprobaron el libro con entusiasmo, se preguntaban una y otra vez por qué en el libro no era mencionado ni una sola vez el nombre de Cristo. Pero otros cristianos replicaron: “¡Alabado sea Dios! En siglos pasados lo sacro ha sufrido tanto a mano de todo tipo de desconocidos fanáticos, que hoy en día un escritor religioso serio debe ser muy cuidadoso. Si el libro está imbuido con el verdadero espíritu cristiano de un amor activo y de una benevolencia que todo lo abarca, ¿qué más quieren?”. Todos asintieron. Poco tiempo después de la publicación del libro «El camino abierto…», que hizo del autor el más popular y brillante escritor sobre la faz de la tierra, se sostuvo en Berlín la asamblea internacional constituyente de la «Unión de los Estados de Europa». Esta Unión había sido instituida luego de una serie de guerras internacionales y civiles surgidas después de la liberación del yugo mongol y había alterado de modo considerable el mapa europeo. La Unión estaba ahora ante el peligro no ya de una colisión entre naciones, sino más bien entre partidos políticos y sociales. Los principales dirigentes de la política europea, pertenecientes a la poderosa hermandad de la francmasonería, sintieron la necesidad de un poder ejecutivo común. Se lograría así una unidad europea que les permitiría estar en todo momento preparados para hacer frente a nuevas disoluciones. En la unión de consejos o Comité Universal (Comité permanent universel) no se alcanzó la unanimidad debido a que los masones no obtuvieron la totalidad de la representación. Lograda con tanta dificultad la Unión europea, prontamente los miembros independientes del Comité establecieron acuerdos separados, generando con ello el peligro de una nueva guerra. Los "iniciados" decidieron entonces instituir un único poder ejecutivo dotado de adecuados derechos plenipotenciarios.

CONTINUARA...

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