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sábado, 30 de abril de 2016

Sermones del Cura de Ars

LA COMUNIÓN
(segunda parte)



1.- Digo, en primer lugar, que la Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús; unión tan estrecha es esta, que el mismo Jesucristo nos dice: «Quién come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en mí y yo en él; mi Carne es un verdadero alimento, y mi Sangre es verdaderamente una bebida» (Ioan., VI, 58-57) ; de manera que por la Sagrada Comunión la Sangre adorable de Jesús corre verdaderamente por nuestras venas, y su Carne se mezcla con nuestra carne; lo cual hace exclamar a San Pablo: «No soy yo quién obra y quién piensa; es Jesucristo que obra y piensa en mí. No soy yo Quién vive; es Jesucristo Quién vive en mí» (Gal., 11, 20.). Dice San León que, al tener la dicha de comulgar, encerramos verdaderamente dentro de nosotros mismos el Cuerpo adorable, la Sangre preciosa y la divinidad de Jesucristo. Y, decirme, ¿comprendéis toda la magnitud de una dicha tal? No, solo en el cielo nos será dado comprenderla. ¡Dios mío!, ¡una criatura enriquecida con tan precioso don!...

2.- Digo que, al recibir a Jesús en la Sagrada Comunión se nos aumenta la gracia. Ello es de fácil comprensión, ya que, al recibir a Jesús, recibimos la fuente de todas las bendiciones espirituales que en nuestra alma se derraman. En efecto, el que recibe a Jesús, siente reanimar su fe; quedamos más y más penetrados de las verdades de nuestra santa religión; sentimos en toda su grandeza la malicia del pecado y sus peligros el pensamiento del juicio final nos llena de mayor espanto, y la pérdida de Dios se nos hace más sensible. Recibiendo a Jesucristo, nuestro espíritu se fortalece; en nuestras luchas, somos más firmes, nuestros actos están inspirados por la más pura intención, y nuestro amor va inflamándose más y más. Al pensar que poseemos a Jesucristo dentro de nuestro corazón experimentamos inmenso placer, y esto nos ata, nos une tan estrechamente con la Divinidad, que nuestro corazón no puede pensar ni desear más que a Dios. La idea de la posesión perfecta de Dios llena de tal manera nuestra mente, que nuestra vida nos parece larga; envidiamos la suerte, no de aquellos que viven largo tiempo, sino de los que salen presto de este mundo para ir a reunirse con Dios para siempre. Todo cuanto es indicio de la destrucción de nuestro cuerpo nos regocija. Tal es el primer efecto que en nosotros causa la Sagrada Comunión, cuando tenemos nosotros la dicha de recibir dignamente a Jesucristo.

3.- Decimos también que la Sagrada Comunión debilita nuestra inclinación al mal, y ello se comprende fácilmente. La Sangre preciosa de Jesucristo corre por nuestras venas, y su Cuerpo adorable que se mezcla al nuestro, no pueden menos que destruir, o a lo menos debilitar en alto grado, la inclinación al mal; efecto del pecado de Adán. Es esto tan cierto que, después de recibir a Jesús Sacramentado, se experimenta un gusto insólito por las cosas del cielo al par que un gran desprecio de las cosas de la tierra. Decidme, ¿cómo podrá el orgullo tener entrada en un corazón que acaba de recibir a un Dios que, para bajar a él, se humilló hasta anonadarse?. Se atreverá en aquellos momentos a pensar que, de si mismo, es realmente alguna cosa?. Por el contrario, ¿habrá humillaciones y desprecios que le parezcan suficientes?. Un corazón que acaba de recibir a un Dios tan puro, a un Dios que es la misma santidad, ¿no concebirá el horror y la execración más firmes de todo pecado de impureza?. ¿No estará dispuesto a ser despedazado antes que consentir, no ya la menor acción, sino tan sólo el menor pensamiento inmundo? Un corazón que en la Sagrada Mesa acaba de recibir a Aquel que es dueño de todo lo criado y que paso toda su vida en la mayor pobreza, que «no tenía ni donde reclinar su cabeza» santa y sagrada, si no era en un montón de paja; que murió desnudo en una Cruz; decidme: ¿ese corazón podrá aficionarse a las cosas del mundo, al ver cómo vivió Jesucristo? Una lengua que hace poco ha sostenido a su Criador y a su Salvador, ¿se atreverá a emplearse en palabras inmundas y besos impuros? No, indudablemente, jamás se atreverá a ello. Unos ojos que hace poco deseaban contemplar a su Criador, más radiante que el mismo sol, ¿podrían, después de lograr aquella dicha, posar su mirada en objetos impuros? Ello no parece posible. Un corazón que acaba de servir de trono a Jesucristo, ¿se atreverá a echarlo de sí, para poner en su lugar el pecado o al demonio mismo? Un corazón que haya gozado una vez de los castos brazos de su Salvador, solamente en Él hallará su felicidad. Un cristiano que acaba de recibir a Jesucristo, que murió por sus enemigos, ¿podrá desear la venganza contra aquellos que le causaron algún daño? Indudablemente que no; antes se complacerá en procurarles el mayor bien posible. Por esto decía San Bernardo a sus religiosos: «Hijos míos, si os sentís menos inclinados al mal, y más al bien, dad por ello gracias a Jesucristo, Quién os concede esta gracia en la Sagrada Comunión.»


4.- Hemos dicho que la Sagrada Comunión es para nosotros prenda de vida eterna, de manera que ello nos asegura el cielo; estas son las arras que nos envía el cielo en garantía de que un día será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo en la Comunión. ¡Si pudiésemos comprender cuanto le place a Jesús venir a nuestro corazón!... ¡Y una vez allí; nunca quisiera salir, no sabe separarse de nosotros, ni durante nuestra vida, ni después de nuestra muerte!-... Leemos en la vida de Santa Teresa que, después de muerta, se apareció a una religiosa acompañada de Jesucristo; admirada aquella religiosa viendo al Señor aparecérsele junto con la Santa, preguntó a Jesucristo por que se aparecía así. Y el Salvador contesto que Teresa había estado en vida tan unida a Él por la Sagrada Comunión, que ahora no sabía separarse de ella. Ningún acto enriquece tanto a nuestro cuerpo en orden al cielo, como la Sagrada Comunión. ¡Cuánta será la gloria de los que habrán comulgado dignamente y con frecuencia!... El Cuerpo adorable de Jesús y su Sangre preciosa, diseminados en todo nuestro cuerpo, se parecerán a un hermoso diamante envuelto en una fina gasa, el cual, aunque oculto, resalta más y más. Si dudáis de ello, escuchad a San Cirilo de Alejandría, Quién nos dice que aquel que recibe a Jesucristo en la Sagrada Comunión esta tan unido a Él, que ambos se asemejan a dos fragmentos de cera que se hacen fundir juntos hasta el punto de constituir uno sólo, quedando de tal manera mezclados y confundidos que ya no es posible separarlos ni distinguirlos. ¡Qué felicidad la de un cristiano que alcance a comprender todo esto!... Santa Catalina de Siena, en sus transportes de amor exclamaba: « ¡Dios mío! ¡Salvador mío! ¡Que exceso de bondad con las criaturas al entregaros a ellas con tanto afán! ¡Y al entregaros, les dais también cuanto tenéis y cuanto sois! Dulce Salvador mío, decía ella, os conjuro a que rociéis mi alma con vuestra Sangre adorable y alimentéis mi pobre cuerpo con el vuestro tan precioso, a fin de que mi alma y mi cuerpo no sean más que para Vos, y no aspiren a otra cosa que agradaros y a poseeros». Dice Santa Magdalena de Pazzi que bastaría una sola Comunión, hecha con un corazón puro y un amor tierno, para elevarnos al más alto grado de perfección. La beata Victoria, a los que veía desfallecer en el camino del cielo, les decía: «Hijos míos, ¿por qué os arrastráis así en las vías de salvación? ¿Por qué estáis tan faltos de valor para trabajar, para merecer la gran dicha de poderos sentar a la Sagrada Mesa y comer allí el Pan de los Ángeles que tanto fortalece a los débiles? ¡Si supieseis cuanto endulza este pan las miserias de la vida!, ¡si tan sólo una vez hubieseis experimentado lo bueno y generoso que es Jesús para el que lo recibe en la Sagrada Comunión ¡... Adelante, hijos míos, id a comer ese Pan de los fuertes, y volveréis llenos de alegría y de valor; entonces sólo desearéis los sufrimientos, los tormentos y la lucha para agradar a Jesucristo». Santa Catalina de Génova estaba tan hambrienta de este Pan celestial, que no podía verlo en las manos del sacerdote sin sentirse morir de amor: tan grande era su anhelo de poseerlo; y prorrumpía en estas exclamaciones: «Señor, ¡venid a mí! ¡Dios mío, venid a mí, que no puedo más! ¡Dios mío, dignaos venir dentro de mi corazón, pues no puedo vivir si Vos! ¡Vos sois toda mi alegría, toda mi felicidad, todo el aliento de mi alma!». Si pudiésemos formarnos aunque fuese tan sólo una pequeña idea de la magnitud de una dicha tal, ya no desearíamos la vida más que para que nos fuese dado hacer de Jesucristo el pan nuestro de cada día. Nada serian para nosotros todas las cosas creadas, las despreciaríamos para unirnos sólo con Dios, y todos nuestros pasos, todos nuestros actos sólo se dirigirían a hacernos más dignos de recibirle.

CONTINUARA...

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