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jueves, 28 de abril de 2016

"Ite Missa Est"

28 DE ABRIL

SAN PABLO DE LA CRUZ, CONFESOR

Epístola – I Cor. I, 17-25
Evangelio – San Lucas; X, 1-9



APÓSTOL DE LA CRUZ. — Radiante con el signo sagrado de la Pasión, Pablo de la Cruz hace hoy el cortejo al vencedor de la muerte. "Era necesario que Cristo padeciese y que de ese modo entrara en su gloria'". Es también necesario que el cristiano, miembro de Cristo, siga a su Jefe por el sufrimiento para acompañarle en el triunfo. Pablo desde su infancia, ha profundizado en el misterio de los sufrimientos de Dios: se enamoró de la Cruz con inmenso amor, corrió con paso de gigante por este camino real; y así siguiendo a su Jefe traspasó el torrente, y sepultado con El en la muerte llegó a participar de las glorias de su Resurrección. La disminución de las verdades entre los hijos de los hombres pareció haber cegado la fuente de los santos cuando Italia, siempre fecunda en su fe inmarcesible, dió a luz al héroe cristiano que proyectaría sobre el siglo XVIII los rayos de santidad de edades pasadas. Dios nunca falta a su Iglesia. Al siglo de revolución y de sensualismo, que cubre con el nombre de filosofía sus tristes aberraciones, opone la Cruz de su Hijo. Recordando por su nombre y sus obras al Apóstol de los gentiles, surgirá un nuevo Pablo en esta generación llena de mentira y orgullo, para la cual la Cruz ha vuelto a ser escándalo y locura. Débil, pobre, mucho tiempo desconocido, sólo contra todos, pero con el corazón henchido de abnegación, sumisión y amor, irá este Apóstol con la pretensión de confundir la sabiduría de los sabios y la prudencia de los prudentes; vestido con un burdo hábito, extraño a la molicie del siglo, los pies descalzos, la cabeza coronada de espinas y una pesada cruz a la espalda, recorrerá las ciudades, se presentará ante los poderosos y los débiles, deseando no saber sino a Jesús y a Jesús crucificado. Y en sus manos la Cruz, fecundando su celo, aparecerá como la fuerza y la sabiduría de Dios Que triunfen aquellos que pretenden haber desterrado el milagro de la historia y lo sobrenatural de la vida de los pueblos; no saben que precisamente en ese momento, admirables prodigios y milagros sin cuento, someten pueblos enteros a la voz de este hombre, que por la destrucción completa del pecado en su persona, recuperó el primitivo imperio de Adán sobre la naturaleza, y parece gozar ya, en carne mortal de las dotes de los cuerpos resucitados.


EL FUNDADOR. — Pero el apostolado de la Cruz no debe terminar con Pablo. En el atardecer de un mundo decrépito, no bastan los recursos antiguos. Estamos muy lejos de los tiempos en que la delicadeza del sentimiento cristiano, se conmovía por el espectáculo de la Cruz bajo las flores, como la pintaba en las Catacumbas un delicado y respetuoso amor. La humanidad tiene necesidad de que a sus sentidos embotados por tantas emociones malsanas, alguien le ofrezca como reactivo supremo, las lágrimas, la sangre y las llagas abiertas del Redentor. Pablo de la Cruz recibió de lo alto la misión de responder a esta necesidad de los últimos tiempos. A costa de indecibles sufrimientos llega a ser padre de una nueva familia religiosa, que a los tres votos ordinarios añade el de propagar la devoción a la Pasión del Salvador, y cuyos miembros ostentan sobre el pecho el signo sagrado de la redención. No olvidemos, que la Pasión del Salvador no es para el alma cristiana, más que la preparación al gran misterio de Pascua, término radiante de las manifestaciones del Verbo, fin supremo de los escogidos, sin cuya inteligencia y amor la piedad queda incompleta. El Espíritu Santo que guía a la Iglesia en la admirable progresión del Año Litúrgico, no tiene otra dirección para las almas que se abandonan sin reserva a la libertad de su acción santificadora. De la cumbre sangrante del Calvario, donde quisiera clavar todo su ser, Pablo de la Cruz es transportado muchas veces a las alturas divinas y allí escucha aquellas palabras misteriosas que la boca del hombre no puede pronunciar Asiste al triunfo del Hijo del Hombre, que después de haber vivido la vida mortal y pasado por la muerte, vive hoy eternamente. Ve sobre el trono de Dios al Cordero inmolado, hecho el foco de los esplendores del cielo y de esta visión de las realidades celestiales trae a la tierra un entusiasmo divino, la locura de amor, que en medio de las más espantosas penitencias, da a toda su persona un encanto incomparable. "No temáis, dice a sus hijos, asustados por los furiosos ataques de los demonios, no tengáis miedo, y gritad bien alto: Alleluia. El diablo tiene miedo al Alleluia; es una palabra venida del Paraíso." Ante el espectáculo de la naturaleza que renace con su Señor en estos días de primavera, ante el canto armonioso de los páj aros celebrando su victoria, a la vista de las flores que brotan bajo los pies del divino resucitado, no se puede contener. Henchido de poesía y amor, y sin poder dominar sus ímpetus, reprende a las flores, las toca con su bastón, diciendo: "Callaos, callaos." "¿De quién son estos campos? Dice un día a su compañero de viaje. "¿De quién son estos campos? te digo. Ah, ¿no me comprendes? Son de nuestro Dios." Y cuenta su biógrafo, que trasportado de amor, vuela por el aire hasta cierta distancia. "Hermanos míos solía repetir a cuantos encontraba; amad a Dios, amad a Dios que tanto merece ser amado. ¿No oís a las hojas de los árboles que os dicen que améis a Dios? Oh amor de Dios, oh amor de Dios."


Vida. — Nació S. Pablo de la Cruz en Ovada, Liguria, en el año 1694. Desde niño estuvo abrasado por un gran amor a Jesús Crucificado, y un ardiente deseo de ser mártir le hizo alistarse en un ejército que iba a luchar contra los turcos. Dios le mostró que le había de servir de otra manera, y aun antes de ser sacerdote, le encargó su obispo predicar la palabra de Dios. Le gustaba sobre todo hablar de la Pasión, y lo hacía de una manera tan conmovedora, que convertía a los pecadores más endurecidos. Estudió Teología en Roma, y fué ordenado de sacerdote por el Papa Benedicto XIII, quien le permitió reunir compañeros con los que fundó una Orden destinada a honrar y predicar la Pasión del Señor y los Dolores de María. Favorecido con oración extática, con el don de lenguas, y de profecía, murió en Roma el 18 de Octubre de 1775, y Pío IX le concedió los honores de la beatificación y canonización.


PLEGARIA POR LA IGLESIA. — No has tenido, oh Pablo, más que un pensamiento: retirado en los agujeros de la piedra ', que son las sagradas llagas del Salvador, hubieras querido llevar a todos los hombres a estas fuentes divinas, en las cuales calma su sed en el desierto de la vida el verdadero pueblo escogido. Dichosos aquellos que pudieron oír tu voz siempre victoriosa y aprovechándose de ella salvarse por la Cruz, de en medio de una generación perversa. Pero a pesar de tu celo de Apóstol, tu voz no podía resonar a la vez en todos los confines; y donde no llegabas, el mal se desbordaba sobre el mundo. Preparado desde muy atrás por la falsa ciencia y la falsa piedad, la desconfianza contra Roma y la corrupción de los grandes, el siglo en que había de hundirse la antigua sociedad cristiana, se abandonaba a los doctores de la mentira y cada día avanzaba hacia su término fatal. Tu ojo, iluminado desde lo alto, penetraba el futuro, y veía el abismo en que cegados por el vértigo, reyes y pueblos se hundían juntamente. Azotado por la tempestad, el sucesor de Pedro, el piloto del mundo, impotente para dominarla, buscaba con qué ayuda y con qué sacrificio podría, al menos por algún tiempo contener las olas desencadenadas. Oh tú, amigo de los Pontífices, y apoyo en los días tristes, testigo y confidente de las amarguras de Cristo y su Vicario, ¿de qué angustias supremas no tuvo el mortal secreto tu corazón? ¿y cuáles eran tus pensamientos al legar, poco antes de morir, la imagen venerada de la Virgen de los Dolores a aquel Pontífice que había de beber hasta las heces del cáliz de la amargura y morir cautivo en tierra extranjera? Prometiste entonces tener para con la Iglesia, desde el cielo, aquella compasión tierna y afectuosa que te identificaba en la tierra con su Esposo doliente. Cumple tu promesa, oh Pablo de la Cruz. En este siglo de disgregación social que no ha sabido reparar los crímenes de los anteriores y ni aprender con las lecciones de la desgracia, mira tú a la Iglesia oprimida por todas partes y el poder en manos de los perseguidores. La Esposa no tiene otro lecho que la Cruz de su Esposo. Vive del recuerdo de sus dolores. El Espíritu Santo que la guarda y la prepara para la suprema llamada, te ha suscitado a ti, oh Pablo, para reavivar sin cesar este recuerdo que la ha de fortalecer en las angustias de los últimos días.


PLEGARIA POR SU ORDEN. — Tus hijos continúan tu obra en el mundo. Extendidos por todo él, conservan fielmente el espíritu de su Padre. Han entrado en el suelo de Inglaterra, donde ya los había visto tu espíritu profético, y este reino por el que tanto oraste, se desliga poco a poco de los lazos del cisma y de la herejía con el dulce influjo de su influencia. Bendice su apostolado, que crezcan y se multipliquen en la proporción cada día creciente de las necesidades de estos desdichados tiempos. Que nunca falte su celo a la Iglesia ni la santidad de su vida a la gloria de su Padre.



PLEGARIA POR TODOS. — Tú, oh Pablo, fuiste fiel al divino Crucificado en sus humillaciones, y así también le hallaste fiel en su Resurrección triunfante Escondido en los agujeros de la roca misteriosa en el tiempo de su voluntaria oscuridad, ¡qué gloria tan grande la tuya, hoy que desde la cumbre de las colinas eternas, esta piedra divina que es Cristo, ilumina con sus rayos vencedores toda la tierra y la inmensidad del cielo!' Ilumínanos y protégenos, desde el seno de esa gloria. Nosotros damos gracias a Dios por tus triunfos. Haz, en cambio, que también nosotros seamos fieles al estandarte de la Cruz, para que podamos brillar contigo con su luz, cuando aparezca en el cielo, esa señal del Hijo del Hombre, el día en que venga a juzgar a las naciones. Apóstol de la Cruz, inícianos en estos días en el misterio de Pascua tan íntimamente unido al misterio sangriento del Calvario: sólo comprende la victoria quien luchó en la batalla, sólo él tiene parte en el triunfo.

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