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viernes, 15 de abril de 2016

"Ite Missa Est"

VIERNES
DE LA TERCERA SEMANA DESPUES DE PASCUA



AGRADECIMIENTO PARA CON LA IGLESIA. — Iglesia de Jesús, prometida por él a la tierra en los días de su vida mortal, salida de su costado abierto por la lanza sobre la cruz, ordenada y perfeccionada por él en las últimas horas de su estancia en la tierra, te saludamos con amor como a nuestra Madre común. Eres la Esposa de nuestro Redentor, y tú nos has engendrado en él. Eres la que nos has dado la vida en el Bautismo; eres la que nos iluminas con la Palabra que produce en nosotros la luz; eres la que nos administras los socorros, por medio de los cuales nuestra peregrinación terrestre debe conducirnos al cielo; tú, en fin, la que nos gobiernas en orden a la salvación con tus santos mandamientos. En tu seno maternal, oh Iglesia, estamos seguros, no tenemos nada que temer. ¿Qué puede contra nosotros el error? "Eres la columna y el apoyo de la verdad sobre la tierra." (I Tím., III, 13.) ¿Qué nos pueden hacer las persecuciones de la patria terrena? Sabemos que aunque todo falte, tú no puedes faltar. En estos mismos días, Jesús dijo a sus Apóstoles y en ellos a sus sucesores: "He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos." (S. Matth., XXVIII, 20.) ¡Qué prenda de duración, oh Iglesia! La historia entera de la humanidad es testigo de si te ha fallado alguna vez en diez y nueve siglos. Mil veces han rugido las puertas del infierno; pero no han prevalecido contra ti una sola hora. Oh Iglesia, estando fundada en Cristo tu Esposo, nos haces participar de la divina inmutabilidad que has recibido. Estando apoyados en ti, no existe para nosotros verdad alguna que nuestro ojo, purificado por la fe, no pueda penetrar, ni bien alguno que, a pesar de nuestra debilidad, no podamos realizar, ni esperanza por infinita que sea, cuyo objeto no seamos capaces de poseer. Nos tienes en tus brazos, y desde la altura a que nos elevas, descubrimos los misterios del tiempo y los secretos de la eternidad. Nuestra mirada te sigue con admiración, ya te considere militante sobre la tierra, ya te encuentre paciente en tus miembros queridos, en la morada temporal de la expiación, ya, en fin, te descubra triunfante en los cielos: contemporánea nuestra en el tiempo, eres, por una parte de ti misma, heredera de la eternidad. ¡Madre nuestra, guárdanos contigo, guárdanos siempre en ti, que eres la amada del Esposo! ¿A quién iríamos sino sólo a ti, a quien ha confiado él las palabras de vida eterna?


INGRATITUD PARA CON LA IGLESIA. — ¡Qué dignos de lástima son, los que no te conocen, oh Iglesia! Sabemos sin embargo, que si buscan a Dios en el fondo de su corazón, te conocerán un día. ¡Qué dignos de lástima son los que te han conocido y que te niegan por su orgullo y por su ingratitud! Pero no acontece a nadie esa desgracia si no ha extinguido voluntariamente en sí la luz. ¡Qué dignos de lástima son los que te conocen y viven de tu sustancia maternal, y con todo eso se unen a tus enemigos para insultarte y traicionarte! Ligeros de cabeza, confiados en sí mismos, arrastrados por la audacia de su siglo, se diría que te consideran ya como una institución humana, y osan juzgarte, para absolverte o condenarte, según parezca conveniente a su sabiduría. En lugar de reverenciar, oh Iglesia, todo lo que has enseñado sobre ti misma y sobre tus derechos, todo lo que has ordenado, regulado, practicado, ocurre que, sin querer romper el lazo que les une contigo, se atreven a confrontar tu palabra y tus actos con las ideas de un supuesto progreso. En este mundo que te ha sido dado en herencia, estos hijos insolentes se permiten señalarte tu parte. En adelante, estarás bajo su tutela, Madre del género humano regenerado. De ellos aprenderás en adelante lo que conviene a tu ministerio aquí abajo. Hombres sin Dios y adoradores de lo que ellos llamaban los derechos del hombre, osaran hace ya más de un siglo, expulsarte de la sociedad política, que tú habías mantenido hasta entonces en relaciones con su divino autor. Para satisfacer hoy a sus imprudentes discípulos, te es preciso negar todos los monumentos de tus derechos públicos, y resignarte al papel de extranjera. Hasta aquí ejercías los derechos que has recibido del Hijo de Dios sobre las almas y sobre los cuerpos; ahora te es preciso aceptar, en lugar de tu realeza, la libertad común que una ley de progreso asegura lo mismo al error como a la verdad.



LA ADHESIÓN A LA IGLESIA. — ¡Oh Iglesia! , no tratamos de disfrazarte, sino de confesarte. Tú eres uno de los artículos de nuestro Símbolo: "Creo en la Santa Iglesia católica." Hace veinte siglos que los cristianos te conocen; saben que no marchas al capricho de los hombres. A ellos toca aceptarte tal como Jesús te hizo: signo de contradicción como a ellos el instruirse por tus reclamaciones, tus protestas, y no el reformarte sobre un nuevo tipo. Sólo una mano divina puede obrar este prodigio. ¡Qué bueno es, oh Iglesia, compartir tu suerte! En un siglo que ha dejado de ser cristiano, te has hecho impopular. Ya lo fuiste largo tiempo en los siglos pasados; y tus hijos no eran dignos de pertenecerte sino con la condición de temer comprometerse por ti. Han llegado de nuevo estos tiempos. No queremos separar nuestra causa de la tuya; te confesaremos siempre como nuestra Madre inmutable, superior a todo lo que pasa, y prosiguiendo tus destinos a través de siglos de gloria y de persecución, hasta que haya sonado la hora en que esta tierra que fué creada para ser tu dominio, te vea subir a los cielos, y huir de un mundo condenado a perecer sin remedio por haberte desconocido y puesto fuera.

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