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domingo, 27 de marzo de 2016

"Ite Missa Est"


EL SANTO DIA DE PASCuA
M A I T I N E S

LA RESURRECCIÓN DE CRISTO. — La noche del Sábado al Domingo ve por fin agonizar sus largas horas; se aproxima el alborear del día. María, con el corazón angustiado, pero animosa y paciente, espera el instante en que volverá a ver a su Hijo. Magdalena y sus compañeras han velado toda la noche, y no tardarán en ponerse en camino hacia el santo sepulcro. En el seno del limbo, el alma del divino Redentor se dispone a dar la señal de partida a aquellas miríadas de almas justas tanto tiempo cautivas, que le circundan respetuosas y amorosas. La muerte se cierne sobre el sepulcro donde retiene a su víctima. Desde el día en que devoró a Abel, ha absorbido a innumerables generaciones; pero jamás había estrechado entre sus lazos una presa tan noble. Jamás la sentencia del paraíso terrenal había tenido cumplimiento tan prodigioso; pero nunca tampoco vió la tumba sus esperanzas burladas con un mentís tan cruel. Más de una vez el poder divino la había arrancado sus víctimas: el Hijo de la viuda de Naín, la hija del jefe de la sinagoga, el hermano de Marta y de Magdalena le habían sido arrebatados; pero ella los aguardaba en la segunda muerte. En cambio, de otro se había escrito: "Oh muerte, yo seré tu muerte; sepulcro, yo seré tu ruina." (Oseas, XIII, 14.) Unos instantes, y trabarán batalla los dos adversarios. Así como el honor de la divina Majestad no podía permitir que el cuerpo unido a un Dios aguardase en el polvo, como el de los pecadores, el momento en que la trompeta del ángel nos llamará a todos al juicio supremo; del mismo modo convenía que las horas durante las cuales la muerte debía prevalecer fuesen abreviadas. "Esta generación perversa, había dicho Jesús, pide un prodigio; y sólo le será dado el del profeta Jonás." (S. Mateo, XII, 39.) Tres días de sepultura: el fin de la jornada del viernes, la noche siguiente, el sábado todo él completo con su noche, y las primeras horas del domingo. Era suficiente: suficiente para la justicia divina ya satisfecha; bastante para certificar la muerte de la augusta víctima, y para asegurar el más brillante de los triunfos; bastante para el corazón desolado de la más amante de las madres. "Nadie me arranca la vida, sino que yo la doy de mi propia voluntad; y soy dueño de darla y dueño de recobrarla." (San Juan, X, 18.) Asi hablaba a los judíos el Señor antes de su pasión; la muerte sentirá al punto la fuerza de esta palabra del maestro. El domingo, día de la luz, comienza a alborear; los primeros fulgores de la aurora pugnan ya con las tinieblas. Inmediatamente el alma divina del Redentor sale de la prisión del limbo, seguida de la multitud de almas santas que la rodeaban. Atraviesa en un parpadear de ojos el espacio y, penetrando en el sepulcro, se reintegra al cuerpo del que se había separado tres días antes en medio de los estertores de la agonía. El cuerpo sagrado se reanima, se levanta y se desprende de los lienzos, de los aromas y de las fajas con que estaba ceñido. Las cicatrices han desaparecido; la sangre ha vuelto a las venas; y de aquellos miembros lacerados por los azotes, de aquella cabeza desgarrada por las espinas, de aquellos pies y de aquellas manos atravesadas por los clavos, irradia una luz fulgurante que llena la caverna. Los santos ángeles que adoraron con ternura al niño de Belén, adoran con temblor al vencedor del sepulcro. Pliegan con respeto y dejan sobre la tierra, en que el cuerpo inmóvil reposaba poco ha, los lienzos con que la piedad de dos discípulos y de santas mujeres le habían envuelto. Pero el rey de los siglos no debe continuar ya en aquel sarcófago fúnebre; con más rapidez que la luz que penetra por el cristal, franquea el obstáculo que le opone la piedra de entrada a la caverna, que la potestad pública había sellado y rodeado de soldados armados. Todo permanece intacto; y está libre el triunfador de la muerte; del mismo modo, nos dicen unánimemente los santos Doctores, apareció a los ojos de María en el establo sin haber hecho sentir ninguna violencia en el seno materno. Estos dos misterios de nuestra fe se aúnan y proclaman el inicial y el último término de la misión del Hijo de Dios: al principio, una Virgen-Madre; al fin, un sepulcro sellado que devuelve a quien retenía cautivo.

LA DERROTA DE LA MUERTE. — El más profundo silencio reina todavía, en este momento en que el Hombre-Dios acaba de romper el cetro de la muerte. Su liberación y la nuestra no le han costado ningún esfuerzo. ¡Oh muerte! ¿Qué te queda ya de tu imperio? El pecado nos había entregado a ti; tú gozabas de tu conquista; y he aquí que has caído hasta el abismo. Jesús, de quien tú te sentías tan orgullosa por tenerle debajo de tu ley, se te ha escapado; y todos nosotros, después de habernos poseído tú, también nos escaparemos de tu dominio. El sepulcro que nos preparas, se convertirá en nuestra cuna para una vida nueva; porque tu vencedor es el primogénito entre los muertos (Apoc., I, 5); y hoy es la Pascua, el tránsito, la liberación, para Jesús y para todos sus hermanos. La ruta que él ha abierto, todos nosotros la seguiremos; y día vendrá en que tú, que lo destruyes todo, tú nuestra enemiga, serás anonadada a tu vez por el reino de la inmortalidad. (I Cor., XV, 26.) Pero desde ahora nosotros contemplamos tu caída, y repetimos para tu vergüenza, este grito del gran Apóstol: "Oh muerte, ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón? Por un momento triunfaste, y he aquí que has sido devorada en tu triunfo." (Ibíd., 55).


APERTURA DEL SEPULCRO. — Pero el sepulcro no va a permanecer siempre sellado; es necesario que se abra, y que testimonie con claridad meridiana que aquel cuyo cuerpo inanimado le habitó por algunas horas, le ha dejado para siempre. De pronto la tierra tiembla, como en el momento en que Jesús expiró sobre la cruz; mas este estremecimiento del globo no significa ya terror; simboliza alegría. El Angel del Señor desciende del cielo; hace rodar la piedra de la entrada, y se sienta sobre ella con majestad; tiene por vestido una túnica de brillante blancura y su mirada irradia resplandores. Ante su presencia los guardianes del sepulcro caen por tierra despavoridos; quedan como muertos hasta que la bondad divina calma su terror; se levantan y, dejando aquel lugar, entran en la ciudad a dar cuenta de lo que han visto.

LA APARICIÓN A NUESTRA SEÑORA. — Mientras tanto Jesús resucitado, cuya gloria aún no ha contemplado ninguna criatura mortal, ha franqueado el espacio y en un instante se ha reunido con su Santísima Madre. Es el Hijo de Dios, es el vencedor de la muerte; pero es también el hijo de María. María estuvo junto a él hasta que expiró; ella unió el sacrificio de su corazón de madre al que ofrecía él mismo sobre la cruz; es justo, pues, que las primeras alegrías de la Resurrección sean para ella. El santo Evangelio no refiere la aparición del Salvador a su Madre, mientras que se extiende sobre todas las demás: la razón es obvia. Las otras apariciones tenían como fin promulgar el hecho de la Resurrección; ésta la exigía el corazón de un hijo, y de un hijo como Jesús. La naturaleza y la gracia reclamaban esta entrevista primera, cuyo conmovedor misterio hace las delicias de las almas cristianas. No era necesario se consignase en los libros sagrados; la tradición de los Padres, comenzando por San Ambrosio bastaba para trasmitírnosla, dado caso que nuestros corazones no la hubieren presentido; y cuando nos preguntamos, por qué el Salvador, que debía salir del sepulcro el domingo, quiso hacerla en las primeras horas de este día, aun antes de que el sol hubiese iluminado al universo, asentimos fácilmente a la opinión de los autores que han atribuido esta prisa del Hijo de Dios, a la inquietud que experimentaba su corazón por poner término a la dolorosa espera de la más tierna y más afligida de las madres. ¿Qué lengua humana osará traducir las expansiones del Hijo y de la Madre, en esta hora tan deseada? Los ojos de María, yertos por el llanto y el insomnio, se abren de pronto a la suave y dulce luz que le anuncia la llegada de su querido Hijo; la voz de Jesús que resuena en sus oídos, no ya con el acento doloroso que en días pasados descendía de la cruz y traspasaba como una espada su corazón maternal, sino jovial y amorosa, propia de un hijo que viene a contar sus triunfos a aquella que le dió a luz; el aspecto de aquel cuerpo que ella recibió en sus brazos, hacía tres días, ensangrentado e inanimado, ahora es fúlgido y pletórico de vida, radiante con los reflejos de la divinidad, a que estaba unido; las ternezas de un tal hijo, sus palabras cariñosas, sus abrazos, que son los de un Dios; para evocar la sublimidad de esta escena, no conocemos más que la frase de Ruperto, que nos pinta la efusión gozosa que llenó entonces el corazón de María, como un torrente de dicha que la embriagaba y la quitaba el sentimiento de los dolores tan punzantes que había sufrido '. Mas este torrente de delicias, que el Hijo de Dios había preparado a su Madre, no fué tan súbito como este autor del siglo xn da a entender. Nuestro Señor mismo quiso describir esta escena en una revelación que hizo a Santa Teresa. Se dignó confiarla, que la postración de su divina Madre era tan profunda, que no habría tardado en sucumbir a tal martirio; y que, cuando se apareció a ella en el instante en que acababa de salir del sepulcro, necesitó cierto tiempo para volver en sí, antes de encontrarse en estado de poder gustar aquella alegría; y el Señor añade que permaneció mucho tiempo a su lado, ya que esta presencia prolongada la era necesaria Nosotros, cristianos, que amamos a nuestra Madre, que la vimos sacrificar a su propio Hijo por nosotros en el Calvario, participemos con afecto filial de la felicidad con que Jesús se dignó colmarla en este instante, y aprendamos también a compadecer los dolores de su corazón maternal. Es la primera manifestación de Jesús crucificado: recompensa de la fe que veló siempre en el corazón de María, aun durante el lóbrego eclipse que se prolongó durante tres días. Pero es tiempo que Cristo se muestre a otros, y que la gloria de su resurrección comience a brillar sobre el mundo. Primero se hizo visible a aquella que entre todas las criaturas, era la más querida y la única digna de tal honor; ahora en su bondad, va a recompensar con su visita llena de consuelos, a las almas abnegadas que han permanecido fieles a su amor, en un duelo Vida de Santa Teresa escrita por ella misma, en las Adiciones. Quizás demasiado humano, impulsadas por un reconocimiento que ni la muerte ni la tumba pudieron enervar.


LAS SANTAS MUJERES EN EL SEPULCRO. — Ayer, cuando la caída del sol comenzaba a anunciar que, según el uso judaico, al gran sábado sucedía el domingo, Magdalena y sus compañeras fueron por la ciudad a comprar perfumes para embalsamar de nuevo el cuerpo de su querido Maestro, tan pronto como la luz del día las permitiese ir a cumplir este piadoso deber. Han pasado la noche en vela, y cuando las sombras no se han disipado por completo, Magdalena con María, madre de Santiago, y Salomé están de camino hacia el Calvario, cerca del cual se encuentra el sepulcro en que reposa Jesús. En su aflicción, ni siquiera se han preguntado con qué ayuda podrán remover la piedra que cierra la entrada de la gruta; menos aún han pensado en el sello del poder público que será necesario romper previamente. Llegan al alborear del día; y lo primero que impresiona sus miradas, es la piedra que cerraba la entrada porque quitada de su lugar, quedaba libre la entrada en la cámara del sepulcro. Él ángel del Señor que había recibido el encargo de remover se había sentado en ella como i quiso dejarlas por más tiempo que eran presa, y así las dijo: " do, sé bien que buscáis a Jesús pero ya no está aquí; ha resucitado, como lo había predicho; venid y ved el sitio donde estuvo sepultado el Señor." Era demasiado para estas almas cuyo amor hacia el maestro las enajenaba, pero que no le conocían aún por el espíritu. Quedaron "consternadas", nos dice el santo Evangelista. Es un difunto a quien buscan, un difunto querido; las dicen que ha resucitado; y esta noticia no despierta en ellas ningún recuerdo. Dos ángeles se las aparecen en la gruta completamente iluminada por el resplandor que despiden. Deslumbradas por esta luz inesperada, Magdalena y sus compañeras, nos dice San Lucas, fijaron en tierra sus ojos tristes y asombrados. "¿Por qué buscáis entre los muertos, las dicen los ángeles, aquel que vive? Recordad, pues, lo que os dijo en Galilea: que sería crucificado y que al tercer día resucitaría." Estas palabras causan cierta impresión sobre las santas mujeres, y en medio de su conmoción, un tenue recuerdo del pasado parece aflorar en su memoria. "Id, pues, continúan los ángeles; decid a los discípulos y a Pedro que ha resucitado, y que los precederá a Galilea." Salen apresuradas del sepulcro y vuelven a la ciudad, llevando, en medio de su terror, un sentimiento de íntimo gozo, que las penetra a su pesar. Con todo, no han visto más que a los ángeles y un sepulcro abierto y vacío. Ante su relato, los apóstoles: lejos de dejarse ganar la confianza, atribu53 yen, nos dice también San Lucas, a la exaltación de un sexo frágil todo lo maravilloso que refieren acordes. La resurrección predicha tan claramente y en muchas ocasiones por su maestro, tampoco les viene a la memoria. Magdalena se dirige en particular a Pedro y a Juan; pero ¡su fe es todavía débil! Había ido a embalsamar el cuerpo de su querido maestro, y no le halló. Su decepción dolorosa se expansiona también delante de los dos Apóstoles diciendo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sé dónde le han puesto."


PEDRO Y JUAN EN EL SEPULCRO. — Pedro y Juan se determinan a ir al lugar. Entran en la gruta; ven los lienzos puestos en orden sobre la losa de piedra en que había estado el cuerpo de su Maestro; pero los espíritus celestes que montan guardia, no se les muestran. Con todo eso, Juan recibe entonces la fe, y de ello nos da testimonio; en adelante creerá en la resurrección de Jesús. No hacemos más que pasar rápidamente sobre los relatos que tendremos ocasión de meditar más adelante, cuando la liturgia vuelva a ponerlos a nuestra vista. Ahora sólo nos proponemos seguir en su conjunto los acontecimientos de este día, el más grande de los días. Hasta ahora Jesús sólo se ha aparecido a su Madre: las mujeres sólo han visto a Ángeles que las han hablado. Estos bienaventurados Espíritus las han mandado ir a anunciar la resurrección de su maestro a los discípulos y a Pedro. No reciben esta comisión para María; es fácil comprender la razón: el hijo se había reunido ya con su madre, y la misteriosa y conmovedora entrevista se prolongó aún durante estos preludios. Pero ya el sol brilla con toda su fuerza, y las horas de la mañana avanzan; es el Hombre-Dios quien va a proclamar por sí mismo el triunfo que el género humano acaba de conseguir en él sobre la muerte. Sigamos con santo respeto el orden de estas manifestaciones, y esforcémonos respetuosamente por descubrir sus misterios.


APARICIÓN A MARÍA MAGDALENA — Magdalena, después de la vuelta de los Apóstoles, no pudo resistir el deseo de visitar de nuevo la tumba de su maestro. El pensamiento del cuerpo desaparecido, que tal vez sea objeto de mofa para los enemigos de Jesús y yazga sin honor ni sepultura, atormenta su alma ardiente y desconcertada. Vuelve y al poco tiempo llega a la entrada del sepulcro. Allí, en su inconsolable dolor, se entrega a sus sollozos; después, al asomarse al interior de la gruta, ve a dos ángeles sentados, cada uno en un extremo de la losa, sobre la que había visto extendido el cuerpo de Jesús. No les interroga; ellos son los que la hablan: "Mujer, la dicen, ¿por qué lloras?" "Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde le han puesto." Y después de estas palabras, se vuelve sin esperar la respuesta de los ángeles. De pronto se da de cara con un hombre y este hombre es Jesús. Magdalena no le reconoce; está buscando el cuerpo muerto de su maestro, quiere sepultarle de nuevo. El amor la transporta, pero la fe no ilumina su amor: no siente que aquel cuyos inanimados despojos busca está vivo allí, cerca de ella. Jesús, en su inefable condescendencia, se digna hacerla oír su voz: "Mujer, la dice, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" Magdalena no reconoció esta voz; su corazón está como embotado por una excesiva y cegadora sensibilidad; no reconoce todavía a Jesús por el espíritu. Con todo, sus ojos se han detenido sobre él; pero su imaginación, que la encadena, la hace ver en este hombre al guarda del jardín que rodea al sepulcro. Tal vez sea él, se dice, el que ha robado el tesoro que yo busco; y sin reflexionar por más tiempo, así impresionada, se dirige a él mismo y humildemente le dice: "Señor, si le has llevado tú, dime dónde le has puesto y yo le tomaré:" Era demasiado para el corazón del Redentor de los hombres, para aquel que se dignó alabar altamente en casa del fariseo el amolde la pobre pecadora; y ya no podía retardar el recompensar esta terneza; va a declararse. Entonces con un acento que trae a la memoria de Magdalena tantos recuerdos de divina familiaridad, habla; pero no dice más que esta palabra: "¡María!"; "¡Maestro!", responde ella con efusión, iluminada súbitamente por los esplendores del misterio. Se lanza hacia él y posa sus labios en aquellos pies con cuyo abrazo había recibido antes el perdón. Jesús la detiene; no ha llegado el momento de entregarse a largos desahogos. Es necesario que Magdalena, primer testigo de la resurrección del Hombre-Dios sea elevada en recompensa de su amor, al más alto grado de honra. No conviene que María revele a otros los secretos de su corazón maternal; es la Magdalena quien ha de dar testimonio de lo que ha visto y oído en el jardín. Ella será, como dicen los santos Doctores, el Apóstol de los mismos Apóstoles. Jesús la dice: "Vete a mis hermanos y diles que subo a mi Padre y el suyo, a mi Dios y a su Dios." Tal es la segunda aparición de Jesús resucitado, la aparición a María Magdalena, la primera en el orden del testimonio. La meditaremos de nuevo el jueves. Pero adoremos desde ahora la bondad del Señor, que antes de procurar establecer la fe de su resurrección en sus Apóstoles, se digna primeramente recompensar el amor de esta mujer, que le siguió hasta la cruz y aún más allá del sepulcro, y que siendo deudora en mayor grado que los otros, supo también amar más que los otros. Al mostrarse primero a Magdalena, Jesús quiso satisfacer ante todo el amor de su corazón divino hacia la criatura, y mostrarnos que el cuidado de su gloria viene después. Magdalena solicita de cumplir la orden de su Maestro, vuelve a la ciudad y no tarda en hallarse entre los discípulos; "He visto al Señor, les dice, y me ha dicho esto." Pero la fe no ha penetrado todavía en sus almas; Juan sólo ha recibido este don en el sepulcro, aunque sus ojos no han visto más que el sepulcro vacío. Recordemos que, después de haber huido como los otros, volvió al Calvario para recoger el último suspiro de Jesús, y que allí fué hecho hijo adoptivo de María.

APARICIÓN DE LAS SANTAS MUJERES. — Entretanto, María, madre de Santiago, y Salomé, que habían acompañado a Magdalena en su visita al sepulcro, vuelven solas a Jerusalén. De pronto Jesús se las aparece y las detiene. "Os saludo", las dice. Con estas palabras, el corazón se las llena de ternura y de admiración. Se precipitan a sus pies sagrados con fervor, se los besan y le rinden sus adoraciones. Es la tercera aparición del Salvador resucitado, menos íntima pero más familiar que aquella con que Magdalena fué favorecida. Jesús no terminará la jornada sin manifestarse a aquellos que están llamados a ser los heraldos de su gloria; pero, más que nada, quiere honrar a los ojos de todos los siglos venideros a estas mujeres, que, desafiando el peligro y triunfando de la debilidad de su sexo, le consolaron en la cruz con una fidelidad que no encontró en aquellos que había escogido y colmado de sus favores. Alrededor de la cuna donde se mostraba por vez primera a los hombres, convocó a pobres pastores, sirviéndose del ministerio de los ángeles, antes de llamar a los reyes por medio de una estrella; hoy que ha llegado al culmen de su gloria y ha puesto con su resurrección el sello a todas sus acciones y certificado su origen divino afianzando nuestra fe con el más irrefragable de todos los prodigios, espera, antes de instruir y de esclarecer a sus Apóstoles, a que unas pobres mujeres sean por él mismo instruidas, consoladas, colmadas, en fin, con pruebas de su amor. ¡Qué nobleza la de esta conducta tan suave y tan fuerte del Señor, nuestro Dios, y con cuánta razón nos dijo por el Profeta: "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos!" (Isaías, LV, 8). Si hubiese estado en nuestra mano ordenar las circunstancias de su venida a este mundo, ¿qué ruido habríamos hecho para llevar a todos los hombres, reyes y pueblos, junto a su cuna? ¿Con qué estrépito habríamos publicado en todas las naciones el milagro de los milagros, la Resurrección del crucificado, la muerte vencida y la inmortalidad reconquistada? El Hijo de Dios, que es "el poder y la sabiduría del Padre".  (Cor., I, 24), obró de otra manera. En el instante de su nacimiento, no quiso por primeros adoradores sino hombres sencillos, cuyos relatos no debían transcender más allá de Belén; y he aquí que actualmente la fecha de este nacimiento es la era de todos los pueblos civilizados. Como primeros testigos de su resurrección, no quiso sino débiles mujeres; y he aquí que este mismo día, en el preciso momento en que nos encontramos, todo el universo celebra el aniversario de esta Resurrección; todo se renueva, un fervor desconocido en el resto del año se deja sentir en los más indiferentes; el incrédulo que codea al creyente, sabe, por lo menos, que hoy es Pascua; y del seno mismo de las naciones infieles, innumerables voces cristianas se unen a las nuestras para elevar de todos los puntos del globo, hacia Jesús resucitado, la aclamación que nos aúna a todos en un solo pueblo, el gozoso Aleluya. "Oh Señor", podemos exclamar, como exclamó Moisés cuando el pueblo elegido celebró la primera Pascua y atravesó a pie enjuto el mar Rojo, "oh Señor, ¿quién entre los fuertes es semejante a ti?" (Exodo, XV, II).

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