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lunes, 21 de marzo de 2016

EL PLEBISCITO DE LOS MÁRTIRES (Anacleto Gonzales flores)

EL PLEBISCITO DE LOS MÁRTIRES
(Anacleto Gonzales flores)

PRESENTACIÓN

Una aureola de santidad unge ya su memoria como ungió la veneración popular su cuerpo destrozado y sangriento. Un destino extraordinario condujo sus pasos por caminos de ejemplar elevación hasta una muerte heroica.

Solo una voca­ción providencial dilectísima es clave de su vida.

Su infancia está rodeada de un medio sin tradición, sin horizontes, sin nada que trascienda de una mediocridad muy limitada. Ni la intensa pulsación de la religiosidad, ni la audacia y la energía en la acción, ni el anhelo intelectual ni la apostólica generosidad pudieron tener allí un punto de parti­da o si quiera un punto de apoyo. Todo lo empujaba a una modesta y estéril obscuridad. La pobreza -que él amó siempre a pesar de haber sido duramente pobre y de que pudo dejar de serlo sin grandes esfuerzos- le impuso en la adolescencia el yugo bendito del oficio manual.

Pero una dación directa de Dios le había dotado de dinámi­ca riqueza personal...

Desde niño se le conocía como el Maestro. Nació de su nativa y precoz aptitud didáctica, de su congénita virtud de autoridad. En la pequeña escuela de primeras letras era el suplente obligado en las momentáneas ausencias del maestro y su fiel auxiliar. Quienes le conocimos íntimamente podemos testifi­car la pureza cándida y viril de su conducta en todos los aspectos de la vida. No recordamos el menor desfallecimiento ni la menor desviación. Era una consumada realización de sus ideas morales, un bello ejemplar católico de intachable integridad. No padeció la dolencia lacerante que anula tantas capacidades y frustra obras brillantes de posibilidad casi realizada... Él tuvo en grado extraordinario la vocación y la aptitud para un apostolado prestigioso y ardiente y encontró en si mismo y en su vida ejecutores dóciles de ideal. En estas condiciones, la obra que realizara tenía que ser, como fue, continua, profunda, fuerte y, en suma, ejemplar.

Su fuerza privilegiada de gravitación espiritual atrajo siempre a cuantos de cerca le rodeaban en las situaciones más disím­bolas. Nadie escapó indemne de la inagotable radiación de su hoguera interior. Modeló el alma de muchas para siempre. Marcó a otras direcciones fundamentales que no dejarán de rectificar rumbos torcidos. Sobre todos influyó poderosamente y dejó huellas imborrables.

Aunque su vida toda está compuesta sobre un ritmo heroico, se formaría de él una representación incompleta quien creyera que nunca abandonó la sublime rigidez del gesto épico. Era alegre, con alegría sana y robusta, sin intermi­tencias ni exage­raciones. En el seno de su familia, la satisfacción afectuosa y jovial fluía abundantemente. El anecdotario o la historia de su alegría sería interminable. Júbilo divino, gemelo de su austeridad y de su energía, de su grandeza y de su heroís­mo, selló como unción impalpable y prefigura de la deslum­brante gloria sin fin, cada momento del mártir sonriente.

Su Religión fue el motor universal de su obra interior y externa, su Religión entrañablemente conocida y amada. La estu­diaba sin cesar, paciente y concienzudamente, en todos sus aspectos y consecuencias, y cada día le trajo un nuevo motivo de certidumbre, de admiración y de amor... No retroce­día ante las disciplinas más ingratas ni desmayó un momento en la tensión febril y ansiosa del conoci­miento reli­gioso que alimentaba su vida interior e iluminaba sus empresas. En medio del rudo trabajo que le exigía la atención del pan cotidiano y sobre el agotante esfuerzo apostólico que no abandonó un solo día, se echaba a cuestas labores desalentado­ras para cualquiera voluntad de temple ordinario... La muerte lo arrancó a sus libros y no es infundado suponer que, al aceptar a plena conciencia el supremo sacrificio.
        
No conoció el respeto humano o lo venció con victoria temprana y decisiva. Todo él era una oración atenta y cálida. Nunca se interrumpió el diálogo deslum­brante entre Dios y él, nunca dejó su alma de estar tendida al infinito en perpetuo dar y recibir... Era frecuen­te sorprenderlo, en medio del trabajo, de la conversación, del estudio, perdido en instantáneas y solem­nes contemplaciones de algo distante y grande que no podía ser sino sobrenatural. La última vez, o una de las últimas que, ya acosado por la muerte, pudo ver a sus hijos, consumió la hora breve y ansiada en ense­ñarlos a rezar. En sus últimos días, pasaba largo tiempo aparta­do en reconcentrada oración, presin­tiendo tal vez la gran entre­vista. Y murió rezando. Las manos de su cadáver tenían los dedos en cruz. Los sacramentos le eran fuentes vivas de purificación y de fortaleza. La Eucaristía era positivamente su pan sagrado y necesario de cada día.

Se había forjado una voluntad tenaz e inconmovible, aferra­da en la ejecución, incapaz de volubilidad o desalien­to, supe­rior e indiferente a los obstáculos y a la magnitud de los sacrificios necesarios. Convencido de que el carác­ter es la base primordial de las personalidades, construyó la suya cimentándole en un carácter que resistió la suprema prueba: el marti­rio. Elaborado un propósito, no descansaba hasta haberlo reali­zado... Como inició tarde sus estudios, a los treinta años iba a la mitad de su carrera profe­sional. Sufría entonces una indigencia verdade­ramente cruel, el extremo de la pobreza. Para no cortar sus estudios, había tenido que aceptar una ocupación modestísima que apenas le permitía comer. La ruina de sus esfuerzos de muchos años y la urgencia de la necesidad económica, unidas a la madurez de la edad, parecían imponer la renuncia de la profesión liberal y la elección de otro género de vida. Sin embargo, no dudó un momento. Al día siguien­te comenzó a estudiar de nuevo las clases cursadas hacía muchos años; y paso a paso, en una repetición aplicada, empleó de nuevo varios años en recorrer el camino hasta concluir, siempre con exámenes brillantes, el programa que se había trazado.

El presentó su pecho al brutal martilleo con tranquila entereza desde la juventud. Desde luego renunció al bienestar económico, fácil de lograr para su capacidad y su prestigio con tal que hubiera consentido en una relativa inhibición de su esfuerzo social, en una cierta moderación de su apasionada sede apostólica. No podía resignarse al abandono del paso más difícil porque entrañara cualquier responsabilidad, mucho menos porque se tradujera para él en sacrificio y menos todavía si ésta era de índole económi­ca. Era tan escrupuloso en su desinterés, que, materialmente acosado por la miseria, después de varios meses de abandono forzado de su trabajo, rechazaba todo auxilio por el prurito de no retirar de su acción religiosa y social el más insignificante resultado material.

Vivió bajo una constante y cruel hostilidad de los poderes antirreligiosos. Puede afirmarse que no conoció día sin sobre­salto. Las puertas de la prisión se abrieron para él muchas veces. Pero cuando salía de la cárcel continuaba la marcha heroica que llevaba al entrar. No podía ignorar que a cada paso le acechaba la muerte. Varias veces y desde hacía muchos años se le había cercado; pero no la esquivó ni pudo el temor de ella frustrar su vocación. La idea de sacri­ficio de su vida con seguridad le era familiar.

La Juventud era su campo preferido. Trabajaba en ella y por ella desde antes que llegara a su conocimiento la exis­ten­cia de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana. En Círculos de Estudios que fundó y animaba con certera visión de su importancia. Era su obra predilecta, su base de operaciones y semillero de sus amistades más caras.

Conocedor profundo de la cuestión social, abogó sin cesar por la organización corporativa del trabajo dentro de los principios cristianos.

En cuanto a la libertad religiosa, fue su preocupación constante y el gran amor de su vida. Se transfiguraba en sus discursos de libertad llegan­do al máximo de conmovida y enérgica expresión; y nunca, cual­quiera que fuese el tema de sus exposiciones verbales o de sus escritos, nunca dejaba de flotar sobre ellos, con presencia inexorable, el gran dolor de la servidumbre y el gran deber de la liber­tad. Al ver venir para la Iglesia la más grave de sus pruebas, se consagró en cuerpo y alma a fundar y extender una organización popular orientada especialmente a la defensa de la libertad religiosa.

Cuando la persecución llegara al desenfreno más abyecto, su amor a la libertad religiosa debía llegar al heroísmo y al martirio. Así fue. Murió por el derecho. Por el derecho de la Iglesia a la vida y a la liber­tad.



Guadalajara, Jalisco, 1930
Efraín González Luna


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Se repite la Historia. La democracia para votar contra los césares necesita vestir, no la toga blanca y severa del ciudadano de Roma o de Atenas, sino las vestiduras teñidas de sangre que los mártires saben echar sobre sus espaldas. El día en que Sócrates se atrevió a opinar contra el Estado de Atenas necesitó, para dar su voto, levantar su frente austera y serena de mártir, por encima de los bordes de la copa de la cicuta y decir su palabra de filósofo. Poncio Pilatos estrechó al Maestro a que dijera su voto sobre su propia divinidad y Cristo y mozo divino de treinta y tres años que no había frecuentado ninguna escuela ni había asistido al Foro ni al Ágora y que había encallecido sus manos con el serrucho, primero alzó su cara imperturbable de dueño de la eternidad y después a tenderse estrujado, desollado, llagado, sobre el madero de ignominia, para escribir su voto ante los césares. Al día siguiente, por encima de la melena hirsuta de los leones y sobre el acero centelleante de las espadas de los legionarios, los discípulos del Maestro daban su voto contra el paganismo y contra todas sus deidades.

Platón jamás se atrevió a votar contra los de arriba. Y aseguraba, porque creía en la unidad de Dios, que cuando hablaba para el público se refería siempre a los dioses; en cambio, cuando decía su pensamiento de filósofo en la intimidad, más allá de las miradas recelosas de los fuertes, hablaba de Dios. No supo ni quiso votar contra los césares. Porque para votar contra ellos no basta llevar sobre lo más alto del espíritu encendida la estrella radiante de la inspiración ni del genio. No basta haber sabido fundar una escuela filosófica ni haber inventado un sistema. No basta poder trazar sinos inmortales en que cante la armonía recóndita de las cosas y del cosmos; es necesario saber y querer escribir con sangre y dejar que sobre la propia carne magullada, sangrante, quede el propio pensamiento fijado para siempre con las torceduras del potro, con la zarpa de los leones o con la punta de la espada de los verdugos. Y porque lo que se escribe con sangre, según la frase de Nietzsche, queda escrito para siempre, el voto de los mártires no perece jamás.

¿Hacia dónde fue dirigido y en qué sentido el voto de Alcibíades o el de Marco Tulio. No lo sabemos. Millares de votos han caído de la mano de los hombres en la corriente


Cuando al ver herido de muerte al Rey Enrique III de Francia todos volvieron sus ojos para buscar al asesino, se encontró a un hombre que se paseaba tranquilamente con la cabeza descubierta y muy cerca un sombrero en que estaban escritas las palabras “Yo he sido”. La mano que había acabado de matar al rey allí estaba: a la vista de todos, clara, inconfundible. Una cosa parecida sucede con el voto del mártir. Al acabar de teñir con su sangre la mano de los verdugos ha dejado una señal inconfundible de su pensamiento. Y por encima de todos los olvidos queda escrita su afirmación suprema: “Yo he sido”. En la democracia y en los comicios donde se vota todos los días con papeles numerosos, cabrá la tergiversación. El fraude y el soborno y la mentira podrán conjurarse para engañar y arrojar cómputos falsos y para encumbrar nulidades salidas de los estercoleros. Y la democracia vendrá a ser lo que es, lo que ha sido entre nosotros: un infame escamoteo de números y de violencia donde se carga de escupitajos y de ignominia al pueblo. No sucede esto dentro de la democracia de los mártires. Porque si en la otra se ha votado con piedras, como en Atenas, o con tumbas como quiere Chesterton para no excluir a los muertos, en ésta se vota con vidas y con sangre. El soborno, la mentira, el fraude, herencia sangrienta de los días obscuros y trágicos del terror del noventa y tres, son imposibles. Nuestra democracia, la democracia que tanto ruido ha levantado para glorificar al pueblo, hasta ahora no ha sido más que un largo y sangriento vía-crucis: el pueblo llamado soberano se ha llevado la peor parte. Primero se le ha proclamado Rey; enseguida se le ha coronado de espinas; luego se le ha puesto un cetro de caña, se le ha vestido con un harapo desteñido de púrpura sucia y envejecida y después se le ha cubierto de salivazos y, no contentos con esto, los comediantes lo han desnudado y lo tienen expuesto al ludibrio público.


Muchas veces se le ha llamado a los comicios; pero con la necesaria anticipación han contado sus cabezas y sus puños los farsantes. Y han temblado de espanto ante el número de los que votarían contra ellos. Y en lugar de preparar a una votación seria, limpia e intachable, han abierto un garito donde se han dado cita los tahúres de profesión. Ni siquiera el azar ha podido tomar parte. No ha habido más cartas victoriosas que las de los empresarios del garito. Y por más que ha llegado a apiñarse en muchedumbres compactas y enormes, el pueblo, todos los cómputos le han sido invariablemente, mecánicamente, abrumadoramente adversos. Y hoy se halla desfallecido de cansancio y de desilusión. Está cansado de farsas, de fraudes y de mentiras. En estas circunstancias lo ha sorprendido el último delirio de persecución que se pasea rodeado de espadas y de bayonetas por todos los rumbos de nuestro país. Y la revolución poseía de la locura de la persecución, ha abandonado a su pesar y en virtud de sus procedimientos furiosamente arrasadores, el viejo sistema de votar con papeles convencionalmente preparados por el fraude y se ha echado, a su pesar también, en brazos de la democracia de los mártires. Hoy no se trata solamente como ayer, de votar por un hombre o contra un hombre más o menos prestigiado. Hoy tampoco se trata de un llamamiento a los comicios para designar nuevos mandatarios. Hoy se trata de asfixiar al catolicismo cara a cara.

Y la revolución ha abierto primero y ha cerrado después de dos enormes puños para apretar todas las bocas, para comprimir todos los cuellos, para llegar hasta el estrangulamiento. Y al sentirse que Cristo falta en el ambiente, que falta en la atmósfera de nuestra vida, al hacer el supremo esfuerzo para arrancarlo de las entrañas, del corazón, a Él, que sigue siendo oxígeno irreemplazable para nuestra vida espiritual; aparecen en todas partes, en todos los cuerpos y en todas las almas –aun en las más indiferentes–, las señales inequívocas de la asfixia. Y ese pueblo derrengado por las farsas electorales, hoy, en un inesperado arranque de reacción, todo entero se incorpora sobre el rescoldo de su desilusión hacia la democracia de los números y se echa ciego de confianza en brazos de la democracia de los mártires. Hoy no votaremos con hojas de papel marcadas con el sello de una oficina municipal; hoy votaremos con vidas.

Debemos regocijarnos de que la revolución se empeñe en llegar hasta el estrangulamiento de la vida de las conciencias. Así se echa a su pesar en la corriente de una democracia en que los juegos de escamoteo y de prestidigitación electoral quedarán excluidos inevitablemente. Hoy votaremos con vidas y con la vida. Con vidas, porque aunque no habrá millones de mártires, pocos o muchos, los habrá. Sobre todo votaremos con la vida, porque los rechazos pujantes, arrasadores del estrangulamiento de las conciencias llevarán la corriente entera, total de la vida a una quiebra estrepitosa y una parálisis extrema, brusca e inesperada.

Si alguien pusiera en duda el hecho innegable de que el aire es una condición capital de la vida y se atreviera a escribir en un código la supresión del aire y llegara hasta el extremo de mandar que gobernadores y presidentes municipales lo suprimieran, se vería un aplastante plebiscito en que todos los puños crispados y todas las frentes erguidas se alzarían para pedir oxígeno tan ansiosamente como pedía luz Goethe moribundo. Los artículos antirreligiosos de la actual Constitución son un ataque a la vitalidad de las conciencias y a la vitalidad del país, porque el catolicismo es aliento vital, para la abrumadora, para la aplastante mayoría de los mexicanos. Y esto, hasta ahora solamente escrito en números inertes en las estadísticas y en las geografías; esto negado con la espada en la mano y pertinaz e infamemente por los revolucionarios en códigos, en asambleas y en los comicios, alcanzará con el cierre de los templos, con la reducción de sacerdotes y la suspensión del culto, todas las innegables y la suspensión del culto, todas las innegables proporciones de una realidad vital, indiscutible, irrecusable que, de rechazo, será la más solemne e indudable condenación de los artículos antirreligiosos de la Constitución.

Ha quedado abierto el plebiscito desde que los perseguidores han descendido, espada en mano, a degollar conciencias. Ayer el país entero era una inmensa urna electoral desierta y abandonada por el pueblo y donde repetidas veces se dijeron responsos para enterrar el catolicismo. Hoy todo el país se estremece ante ese gigantesco e inesperado plebiscito en que Cristo será proclamado, como el viento que respiramos, como el sol que nos alumbra, como el agua que nos refrigera; aliento, linfa, rayo de luz irremplazables, insubstituibles, de la totalidad de nuestra vida y de la vida nacional. No habrá ni ha habido otro remedio. La democracia ha tenido y tiene que echar sobre sus hombres la clámide ensangrentada de los mártires.

Solamente así, teñida de sangre, llegará a ser siquiera un día, el día del martirio, el día del estrangulamiento, la heroína salvaje bautizada por Cristo, que Ventura Ráulica saludaba en un apóstrofe radiante.

Guadalajara, abril de 1926.



 CONTINUARA...

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