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viernes, 4 de marzo de 2016

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"

Carta Pastoral n° 20
LA NECESIDAD DE LA ORACIÓN.

En su carta apostólica del 29 de septiembre último, Su Santidad Juan XXIII, magnificando la oración del Rosario, decía: “Oh, Rosario bendito de María, qué dulzura verte levantado por manos inocentes de santos sacerdotes, de las almas puras, de los jóvenes y de los viejos, que aprecian el valor y la eficacia de la oración, levantado por las muchedumbres innumerables y piadosas como emblema, como estandarte, mensajero de paz en los corazones y de paz para todos los hombres”.

¿Apreciamos verdaderamente este valor y esta eficacia de la oración?

En ocasión de la venida de monjes benedictinos, contemplativos, es decir particularmente avocados a la oración y a la alabanza de Dios, de la presencia ya antigua de nuestras monjas de Sebikhotane, de la llegada de los Padres del Santísimo en San José de Medina, que vienen a inaugurar una adoración casi perpetua de la Eucaristía, quisiéramos, en las líneas que siguen, echar una luz de fe y de verdad sobre la necesidad, la importancia capital de la oración en toda la vida cristiana, y su eficacia misteriosa para el apostolado. Ojalá los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, ojalá todos los fieles de la diócesis se convenciesen de esta verdad esencial a toda vida espiritual y a toda actividad misionera. Nuestro Señor nos afirma que todo lo que pidamos por la oración con fe, nos será otorgado. Es, en efecto, a la luz de la fe que debemos ubicar nuestra concepción de la oración; la liturgia, que es la oración de la Iglesia, nos muestra de una manera admirable cómo debemos rezar. Toda la oración litúrgica está hecha en nombre de Nuestro Señor. En Él y con Él debemos dirigir nuestras oraciones a Dios Padre. ”Y cuanto pidiereis a mi Padre en mi nombre, yo lo haré, a fin de que el Padre sea glorificado en el Hijo” (San Juan, XIV,13).

Oración, fuente de vida interior
Se puede afirmar en verdad que la oración encierra en ella, como en un estuche, todos los tesoros de la ascesis y de la unión con Dios. En ella se ejercen todas las virtudes teologales y cardinales. ¿Se puede rezar sin creer, sin esperar, sin amar?¿Se puede rezar sin adorar, sin anonadarse delante de Dios, es decir, sin cumplir el acto más eminente de la Justicia? Rezar es ser prudente y sabio, es aprovisionar la lámpara de aceite a la espera del esposo. Rezar es ser fuerte con la fuerza del Todopoderoso. Por fin, ¿se puede elevar el alma hacia Dios sin alejarse de las criaturas, y adquirir la justa medida en su uso? La oración pondrá nuestras almas en la verdad, en el orden; es decir, en la humildad, la confianza y la paz. Por eso, no hay que extrañarse al sentir esa atmósfera y ese ambiente de verdad y de paz en los monasterios. Cuántas almas cansadas de vivir en un clima de error y de mentira, de desorden y disensión, se apresuran a ir hacia esos islotes de paz profunda que son los monasterios, refugios del orden y de la verdad, a fin de nutrir sus almas con la oración y con todos sus frutos. Frutos admirables de conocimiento y de amor de Dios en Nuestro Señor, frutos de unión con Dios y de abandono a su santa voluntad. Será un primer resultado de la presencia de la abadía de Keur Moussa en la diócesis: procurar a las almas un encuentro con Dios Nuestro Señor en la oración, y especialmente en la oración litúrgica. Pero si esta primera eficacia de la oración aparece más fácilmente a nuestros ojos, hay otra, más misteriosa sin duda, pero no menos cierta, que es bueno considerar con fe: es la eficacia apostólica de la oración.

Eficacia apostólica de la oración
Antes de abordar las consideraciones que nos manifiestan la luminosa verdad de esa afirmación, es bueno ponernos en guardia contra una tendencia actual bastante difundida en los ámbitos más cristianos. El deseo de hacer algún bien alrededor suyo llega a reflexionar sobre los medios que tienen para ser testigos, para ser fermento en la pasta, para estar presentes en todos los ámbitos - deseo ciertamente muy loable. Las constataciones que las encuestas nos llegan a afirmar y que en verdad nos descubren las llagas por las cuales sufre nuestra sociedad, nos hacen desear el empleo de medios a menudo demasiado exclusivamente humanos, cuya eficacia aparente complace a nuestro espíritu. Y estos medios nos parecen tanto más indispensables cuando los comparamos con los que emplean los adversarios de la Iglesia y que nos parecen de una gran eficacia. Hay aquí un peligro grave, particularmente para las jóvenes inteligencias que se entusiasman rápidamente y cuyas imaginaciones son seducidas por lo que aparece exteriormente. Para juzgar bien acerca de estos problemas de evangelización, de apostolado, ante todo hay que verlos con una mirada de fe, como los veía y los ve Nuestro Señor. ¿La sociedad era perfecta en su tiempo? ¿La humanidad practicaba las virtudes en todos los campos, individual, familiar, social? No parece que se pueda afirmarlo. Nuestro Señor no descuidó utilizar medios humanos: primero su humanidad, y luego sus discípulos, que había formado durante tres años. Pero todos aquellos que han fundado sectas o religiones han obrado de la misma manera. Lo que es evidentemente único en el caso de Nuestro Señor es que el soplo del Espíritu Santo animaba todo su ser y que es ese mismo Espíritu divino el que llenó el alma de los apóstoles en el día de Pentecostés. En ese Espíritu y por la fuerza de ese Espíritu, las potencias de las tinieblas serán estremecidas por los apóstoles, por la Iglesia en el curso de los siglos.

Conclusión evidente: obrar en este Espíritu, sin haber tomado los medios para tenerlo en nosotros y con nosotros, es obrar sin Nuestro Señor. Ahora bien, nos lo ha dicho: “Permaneced en mí, que yo permaneceré en vosotrosquien está unido, pues, conmigo, y yo con él, ése da mucho fruto; porque sin mí nada podéis hacer” (San Juan XV, 4-8). Traducimos: “Aquel que permanece en mí, es decir en mi espíritu, será muy eficaz; aquel que no está en mí será ineficaz“ “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo soy el que os ha elegido a vosotros, y destinado para que vayáis por todo el mundo y hagáis fruto” (es decir, que sean eficaces) (ibídem XV,16). ¿Qué es “permanecer en Nuestro Señor y Nuestro Señor en nosotros”, sino estar en un estado de oración habitual? Sin la oración seríamos ineficaces para la obra de Nuestro Señor, en el apostolado. Es inútil presentarse frente al inventario de los medios a emplear para la transformación y la conversión de nuestros hermanos, frente a las maquinaciones de los enemigos del bien y de la paz, de los enemigos de Dios, si no tenemos la seguridad de que el Espíritu de Nuestro Señor está en nosotros y con nosotros.

Todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, toda la historia de la Iglesia, son una ilustración de esta verdad. Acordémonos de la oración de Abraham, de Moisés, de Judit, de Tobías; la oración de la Santísima Virgen, su Magnificat, la oración durante Pentecostés, la preocupación de los apóstoles por ser libres para rezar, hasta las admoniciones de los Papas, y en particular de Nuestro Santo Padre el Papa Juan XXIII pidiéndonos rezar, pero por encima de todo, el ejemplo de la vida de Nuestro Señor que no fue más que una larga oración en palabras y en actos. ¿Por qué? “Mi Padre es el labrador, yo soy la vid, vosotros los sarmientos”.”Padre mío, la hora es llegadapara que les dé la vida eterna” (San Juan, XVII,2). Es la gran oración de Cristo, que se manifestara en la Cena y sobre la Cruz y que se perpetuara en la liturgia de la Iglesia. A fin de confirmar lo que precede, he aquí algunas afirmaciones conciliares que nos manifiestan el pensamiento de la Iglesia sobre la necesidad de la acción del Espíritu Santo en la obra de la evangelización y el vínculo íntimo entre la acción del Espíritu Santo y la oración.

(Decisiones conciliares del Siglo V - 57 Extracto de “La Fe Católica” nº 537)
“Consideremos también los misterios de las oraciones dichas por los sacerdotes. Transmitidos por los apóstoles, son celebrados uniformemente en el mundo entero y en toda la Iglesia católica, para que la ley de la oración constituya la ley de la fe. Cuando los que presiden a las santas asambleas cumplen la misión que les ha sido confiada, presentan a la clemencia divina la causa del género humano, y toda la Iglesia gimiendo con ellos, piden y rezan para que la fe sea dada a los infieles, para que los idólatras sean liberados de los errores que los dejan sin Dios, para que el velo que cubre el corazón de los judíos desaparezca y que la luz de la verdad brille sobre ellos, para que los herejes se arrepientan y acepten la fe católica, para que los cismáticos reciban el espíritu de una caridad reanimada, para que a aquellos que han caído les sean dados los remedios de la penitencia, para que, en fin, a los catecúmenos conducidos a los sacramentos de la regeneración sea abierto el palacio de la misericordia celestial... “Todo eso está tan fuertemente sentido como la obra de Dios, que la acción de gracias continua y la alabanza de su gloria son dirigidas a Dios que hace estas cosas, por haber iluminado y corregido estos hombres”. Tengamos cuidado de no contar más que con nosotros mismos, con medios humanos, con nuestra propia reflexión e inteligencia, con nuestros propios esfuerzos, nuestra organización, nuestros planes para alcanzar un fin que pertenece a Dios, en un dominio que es el suyo, el dominio de las almas, y aún en el dominio de las cosas temporales que ha creado para que estén al servicio de las almas.

Si no queremos ser vencidos antes de haber empezado, tenemos que ponernos en oración y asegurarnos de que las oraciones se eleven sin cesar para ayudarnos. Este incienso que sube hacia Dios para alabarlo, adorarlo por Nuestro Señor y obtenernos su Espíritu, no es otro que las oraciones de los monjes y las monjas, y las de toda la Iglesia, que reza sin cesar con Jesús y en Él. Tan verdadero es esto, que la liturgia, la obra divina por excelencia, es la manifestación más hermosa de la caridad hacia Dios y de la caridad para con el prójimo. Nada es más misionero que la oración que ha hecho descender el Espíritu Santo sobre los apóstoles; y esa misma oración de Nuestro Señor se perpetúa en la santa liturgia de la Iglesia, oración siempre eficaz por la promesa misma de Nuestro Señor.

Esta oración que la Iglesia pone sobre nuestros labios, es la voz de la Esposa que se extiende sobre los fieles, sobre los infieles, sobre todas las criaturas espirituales presentes en el mundo, y en particular sobre los 150.000 agonizantes de cada día. Mas esta oración penetra en lo Alto hasta el purgatorio, donde atrae también la efusión del Espíritu purificador.

Así la oración de los monjes, lejos de achicar su corazón, lo ensancha hasta la dimensión del Corazón de Jesús. Nada es tan fecundo en caridad, y en consecuencia más eficaz, como la oración para la extensión del reino de Nuestro Señor en las almas para el tiempo y la eternidad.

Monseñor Marcel Lefebvre
(Carta pastoral: Roma en la fiesta de la conversión
de San Pablo - 25 de enero de 1962)

(En el momento que íbamos a dar a imprimir esta carta pastoral, nos llega el anuncio de la decisión de la Santa Sede. Pensamos entonces que estas líneas, que son las últimas que dirigimos a los fieles de la diócesis de Dakar, sean para ellos un último testimonio de nuestra solicitud pastoral y de nuestros afectos en el Señor )


Dakar, el 2 de febrero de 1962.

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