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jueves, 4 de febrero de 2016

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"

Carta Pastoral Nº 13
EL ESPÍRITU SACERDOTAL.


El año escolar empieza: es también el comienzo de una nueva campaña apostólica. Os han llegado las listas de los nuevos titulares de los cargos, de los confesores de religiosas, de los sacerdotes encargados de cursos de instrucción religiosa en los colegios e institutos. Cada párroco, superior, director en su momento, tiene que repartir las funciones del año entre sus auxiliares.  No puedo dejar de pensar en esas palabras de la Escritura que se encuentran en ese día de la fiesta de los Santos Simeón y Judas, apóstoles: “Ahora bien, el adorno del cielo son las virtudes de los que predicanA uno se da por el Espíritu el don de hablar con sabiduríaa otro, el don de hablar con ciencia, según el mismo espíritu. Pero un solo y mismo Espíritu opera todas estas cosas”. (San Gregorio Papa, Homilía 30 sobre el Evangelio). Ojalá siempre podamos considerar los cargos y los empleos que nos son confiados con este espíritu de fe, esta convicción que es el Espíritu divino que quiere utilizarnos para tal apostolado, en tal lugar y tal época de nuestra vida: qué fuente de paz y de confianza para nuestras sacerdotales y religiosas.

Las líneas que van a seguir tienen por fin, queridos amigos, hacerles vivir mejor vuestro ideal sacerdotal. Servirán igualmente a vuestros queridos hermanos, guardada toda proporción. No veáis en ese recuerdo de los principios y de sus consecuencias más que un ardiente deseo de veros vivir a todos como sacerdotes santos, celosos, devorados por el amor de Dios y de las almas, a imagen de Nuestro Señor, y bajo su espíritu vivificante.

Sois sacerdotes, en primer lugar, de un sacerdocio de oración, de alabanza, de adoración. Sois sacerdotes, en segundo lugar, de un sacerdocio santificador de sus almas y de las de su prójimo, y particularmente de aquellos hacia quienes habéis sido enviados. Sois, en consecuencia, sacerdotes de un sacerdocio de inmolación, de sacrificio de vosotros mismos. Los tres aspectos del sacerdocio están indisolublemente ligados, no se puede querer uno sin el otro. No se puede alabar a Dios y no preocuparse por su prójimo; no se puede ser todo amor de Dios y de las almas, y buscarse a sí mismo. No insistiré sobre el primer aspecto. Ya en una circular, escrita en una época semejante, os había expuesto extensamente la necesidad de ser almas de oración, para ser verdaderos apóstoles. Os decía, en particular, que es por un mismo impulso de celo que el sacerdote se dirige a su iglesia, a su altar para rezar y abismarse en la adoración, y que se dirige hacia de las almas que reclaman los cuidados de su sacerdocio.

Siempre es verdadero, pero tenemos necesidad de recordarlo en los períodos difíciles y de persecución de la Iglesia. Ninguna prueba, ninguna cárcel puede impedirnos hacer subir desde nuestras almas el incienso de nuestra oración. Ahí está lo esencial del alma sacerdotal. “Pater clarificavi te super terram” (Jn. XVII,4). Hemos sido consagrados especialmente a este efecto. Si tenemos este sentido de la oración, y si estamos convencidos de que nuestro primer apostolado es rezar, quizás seremos más fieles a nuestro despertar matutino para hacer oración, para decir nuestro breviario en la calma de las primeras horas del día. Y seremos más generosos en nuestra disciplina de vida sabiendo terminar nuestro apostolado exterior, como muy tarde, a las 22 horas, a fin de tomar un descanso necesario y no arruinar el apostolado de la oración.

De una manera general, nuestro despertar tendría que tener lugar a las 5,25 horas, a fin de dirigirnos a nuestra oración a las 5,45 horas, y haber dicho lo esencial de nuestro breviario, celebrado nuestra Santa Misa, hecho nuestra acción de gracias y tomado nuestro desayuno antes de las 8 horas. Entonces, el Señor estará con nosotros para darnos en total libertad de alma a nuestro apostolado exterior, que será mucho más fecundo. Darle a las obras y a los tiempos destinados a los contactos, reuniones, visitas, una importancia y un valor de apostolado más importante que el de la oración, la Santa Misa, la palabra de Dios y los sacramentos, es vivir en la ilusión y una cierta presunción. El apostolado es ante todo, la obra de Jesucristo y de su Espíritu, obra misteriosa y sobrenatural. El segundo aspecto de nuestro sacerdocio es la santificación de nuestras almas y de las de nuestro prójimo, particularmente las de aquellos a quienes habéis sido enviados.

Una preocupación constante de los apóstoles fue santificarse para santificar a los otros. Las epístolas de San Pablo a Timoteo y Tito dan fe de esto. Pensemos en nuestras almas, a veces maltratadas por nuestra propia negligencia, mientras durante todo el día le pedimos a los demás que no sean negligentes con las suyas. Acerquémonos a menudo al sacramento de la penitencia. Que nuestro apostolado sea para nosotros una fuente constante de santificación, a fin de poder ayudar a las almas a elevarse hacia Dios. ¿No tenemos una prueba de nuestra pobreza espiritual, cuando somos incapaces de darles a las almas generosas los avisos y consejos que esperan de nosotros, en el sacramento de la penitencia, o cuando evitamos el tener que dar una conferencia espiritual, una corta recolección, o un retiro? “Yo me santifico a mí mismo por ellos, a fin de que ellos sean santificados...” (Jn. XVII, 19).

Estas disposiciones interiores nos pondrán en un estado de servicio, en manos del Señor, tal como estaremos listos para trabajar en el campo del Maestro desde que nos sea designada una porción determinada. Como la “Misión” es de una importancia capital, y es ella la que nos da el soplo del Espíritu Santo, la que nos autoriza a llamarnos y presentarnos como verdaderos pastores enviados por Dios y la Iglesia, sin esta “misión” no tenemos ningún derecho sobre las almas. Esta “Misión” expresada por la Iglesia es un honor que no se nos debe. Los apóstoles constantemente han expresado su indignidad hacia su tarea apostólica. Han buscado ser los instrumentos más dóciles, los más flexibles bajo la gracia de Dios. Así, esta misión es enteramente de Dios, por Dios y para Dios. Trabajando con un celo incansable para hacer fructificar la viña del Señor, debemos saber que no somos más que servidores y servidores inútiles, pues Dios podría prescindir de nosotros.

Eso me lleva a concluir que no debemos nunca considerar un puesto como nuestro, nunca debemos apegarnos personalmente a el, y nunca buscar las almas que nos son confiadas a nuestra persona, sino siempre hacerles entender bien que no somos más que viñadores de paso, empleados temporales. Aquí todavía nos hacemos ilusiones y somos muy presuntuosos en creer que nosotros solos somos capaces de cumplir dignamente tal o cual función, de llevar a cabo cierto cargo. ¡Quizás se nos diga eso! Pero agradezcamos a Dios que, al cambiarnos de puesto, evita que alguien se apegue a nosotros personalmente en lugar de apegarse a Él, único verdadero sacerdote, único santificador verdadero, y, un día, única recompensa de las almas.

Otra consecuencia de ese aspecto santificador de nuestro sacerdocio y de ese carácter de misión divina: siempre y en todo lugar debemos mostrarnos “hombres de Dios”, es decir, tengamos siempre una actitud de sacerdote, y tengamos un profundo respeto por las almas, evitando escrupulosamente lo que podría hacernos alejar de Dios. Considerad eso como un verdadero crimen, tal es el verdadero escándalo: dado que estamos consagrados, enviados para elevar a las almas hacia Dios, les daremos la ocasión de dudar de la santidad de nuestro sacerdocio, sobre la verdad de nuestra misión. ¡Qué terrible responsabilidad! Nuestro Señor tuvo palabra severas para con el escándalo.

¿Debo indicar consecuencias precisas? En nuestras actitudes, en nuestro porte, que no haya nada que haga aparecer lo que hay de humano en nosotros y que haga desaparecer nuestro carácter sacerdotal. No quiero llegar al detalle, que no concerniría más que casos individuales. Pero, sin embargo, recuerdo las prescripciones generales de prudencia y de conveniencia eclesiástica.

El vestido eclesiástico es obligatorio en la diócesis, es decir, la sotana negra o blanca. No se puede dispensar de ella sino para cumplir con trabajos que ensucian, y fuera del público. Se puede utilizar una sotana caqui o gris para los recorridos en la selva o para conducir vehículos. No se puede utilizar la sotana gris en las ciudades.

¡Que jamás alguien se permita actitudes o visitas fuera de lugar! Que los superiores vigilen la puesta en práctica de las directivas respecto a las comidas en la ciudad, sobre todo en la noche, respecto a la asistencia al cine, a la frecuentación de las playas, etc… Qué ilusión es creer que el bien se hace por amistades con ciertas familias o la frecuentación de personas, en lugares o momentos que provoquen, a justo título, reflexiones perjudiciales al apostolado de todo el clero.

El verdadero sacerdote no tiene necesidad de estos avisos; su prudencia sacerdotal, su delicada y resuelta preocupación por el bien de las almas, lo hacen concebir un horror a estos compromisos con el espíritu del mundo. Las almas que desean encontrar un hombre de Dios no se engañan, y van instintivamente hacia ese sacerdote cuya sola presencia eleva y santifica. Ese sacerdote no será ni tímido ni asustadizo, pero su sentido sacerdotal le dará esa cortesía exquisita, hecha del respeto por las personas, por las almas y por una franca sencillez. Ese sentido de lo divino le hará entender sin duda las frecuentaciones inconvenientes o aún simplemente inútiles.

No menciono todo lo que enseña la pastoral al sacerdotal lleno de celo. Si agrada a Dios, lo indicaré en otra carta. Voy al tercer aspecto de nuestro sacerdocio: sacerdocio de vinculación, de sacrificio de fe, de abnegación. Querer ser sacerdote con el fin de ejercer la caridad sin el renunciamiento, es renegar de nuestro origen, que es Jesucristo, es desconocer lo que somos. Pienso superfluo desarrollaros la necesidad del sacrificio, de la penitencia en la vida cristiana y, con más razón, en la vida sacerdotal. Pero, sin embargo, estoy obligado a comprobar que una causa frecuente de la mediocridad del sacerdocio, se manifiesta hoy por medio de algo que se llama “desenfado”. Podría escribir fácilmente páginas enteras sobre estas manifestaciones. Se las encuentra en las relaciones con la autoridad, en las relaciones con los sacerdotes, en sus relaciones con los fieles. Se puede pensar que, desgraciadamente, existen también en el dominio de la conciencia. Se carece de espíritu de fe en la obediencia, esa virtud que es la trama de la vida de Nuestro Señor, que es el signo del Espíritu de Dios en un alma… No se ve más a Dios en los actos de la autoridad. Las visitas episcopales canónicas de las parroquias o de las misiones se resienten con esto, y en numerosos detalles.

Los superiores de las parroquias o misiones, o dimiten de su autoridad, poniéndose en los rangos de sus vicarios, o se dan cuenta de que no es ya posible pedir una cierta disciplina a sus colaboradores. Que se medite la vida de Nuestro Señor, o la de la Virgen María, donde todo es obediencia, humildad, anonadamiento de sí mismo delante de Dios y de todo lo que de Dios viene. En las relaciones con los compañeros, es mucho más evidente. Por poco que ese desenfado se aún un poco más, ya se llegará a decir: “Homo homini lupus, sacerdos sacerdoti lupior” (el hombre es lobo del hombre, el sacerdote es aún más lobo para el sacerdote). No me atrevo a enumerar las minuciosas manifestaciones de ese espíritu… sería demasiado triste. Pero os aclaro a todos que unas jornadas vividas en el mero capricho, tienen por consecuencia una vida de comunidad desorganizada. Retrasos, inexactitudes, omisiones. El gran silencio después de las 21 horas no es observado: en lugar de molestarse a uno mismo, se prefiere molestar a los demás. Agregad a eso las maneras de desenvolverse cuando se va a una comunidad vecina o a la procura: ¿se esfuerza uno por no causar molestias, por ser respetuoso de sus compañeros? Y si se pasa a las relaciones con los fieles, sin dificultad vuelve a encontrarse ese mismo espíritu de las inexactitudes en las ceremonias, demoras en las confesiones que se escuchan, en los catecismos que se imparten. Os será muy fácil encontrar en vosotros mismos estos efectos de un relajamiento en la disciplina del alma sacerdotal o religiosa. Que los superiores no duden en hacer reuniones en medio de las obras, e insistir sobre esas faltas que denotan una falta de generosidad, una negligencia culpable, y que crean una atmósfera de tibieza en el ámbito sacerdotal, tibieza sentida penosamente por los fieles y que hacen correr el riesgo de provocar abandonos en los que son débiles.

¡Ah! Si verdaderamente pusiéramos en nuestro sacerdocio el valor de nuestro espíritu y de nuestros corazones, por ese sacerdocio – tan grande, tan noble, que nunca haremos lo bastante para vivirlo plenamente – encontraríamos en esta meditación la voluntad de ser servidores humildes, obedientes, enteramente dados a la voluntad del Señor, caritativos y celosos por nuestro prójimo, de manera tal que no querríamos nunca ser desagradables y, con más razón, por nada del mundo, ser causa de escándalo. Recordemos los ejemplos de San Pablo, tan preocupado por no ser un cargo para nadie y no escandalizar a ningún alma, a fin de ser todo para Jesucristo. Reanimemos nuestro espíritu de fe por nuestra oración y Jesucristo, viviendo en nosotros, nos dará el ánimo para olvidarnos de nosotros mismos, para ser dóciles instrumentos entre sus manos divinas. Tal debe ser nuestro ideal; si encontráis un poco austeras y severas a estas líneas, creed que vienen de un corazón que os quiere profundamente a todos y cada uno de vosotros. No tengo más que un solo deseo, un solo fin, para escribirles así: haceros felices en vuestro sacerdocio plenamente vivido aquí abajo, y continuado en la eternidad, y atraer por medio de vosotros a las almas elegidas por Dios a una verdadera vida cristiana, prenda de vuestra salvación eterna.

En algunos días iré a Roma, no dejaré de pensar en vosotros, en vuestros colaboradores, hermanos, religiosas, catequistas, en vuestros fieles, y en todos aquellos que no lo son todavía, cuando reciba la bendición del nuevo Sucesor de Pedro. Tened el cuidado de celebrar una ceremonia de acción de gracias, a fin de agradecer a Dios, que vigila sobre la perennidad de su Iglesia. Que Nuestra Señora de Popenguine vigile a sus sacerdotes, que los bendiga, y que bendiga su apostolado. 


Monseñor Marcel Lefebvre
Carta a los sacerdotes escrita en La Croix Valmer -Var-,
Francia, en la fiesta de los Santos Apóstoles Simón y Judas,

el 26 de octubre de 1958

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