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jueves, 7 de enero de 2016

LE DESTRONARON - Del liberalismo a la apostasía La tragedia conciliar.

CAPITULO III
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Y EL LIBERALISMO
“¡La verdad os hará libres!”
(Juan 8,32)

Después de haber explicado que el liberalismo es una rebelión del hombre contra el orden natural concebido por el Creador, que culmina con la ciudad individualista, igualitaria y centralizadora, me queda por mostrar cómo el liberalismo ataca también el orden sobrenatural que no es más que el plan de la Redención, es decir, finalmente cómo el liberalismo tiene por fin destruir el reinado de Jesucristo, tanto sobre el individuo como sobre la sociedad. Frente al orden sobrenatural, el liberalismo proclama dos nuevas independencias: 

1. “La independencia de la razón y de la ciencia con respecto a la fe: es el racionalismo, para el cual, la razón, juez soberano y medida de lo verdadero, es autosuficiente y rehusa toda dominación extraña.”

Es lo que se llama racionalismo.El liberalismo quiere liberar a la razón de la fe, que nos impone dogmas formulados de manera definitiva, y que exigen la sumisión de la inteligencia. La simple hipótesis de que ciertas verdades pueden superar las capacidades de la razón, le es inadmisible. Por lo tanto los dogmas deben ser sometidos al tamiz de la razón y de la ciencia, y eso de una manera constante, a causa de los progresos científicos. Los milagros de Jesucristo y lo maravilloso en la vida de los santos, deben ser reinterpretados y desmitificados. Será necesario distinguir cuidadosamente al “Cristo de la fe”, construcción de la fe de los apóstoles y de las comunidades primitivas, del “Cristo de la historia”, que no fue más que un simple hombre. ¡Se comprende entonces cuánto el racionalismo se opone a la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y a la revelación divina!He explicado ya cómo la Revolución de 1789 se realizó bajo el signo de la diosa Razón. Ya la portada de la Enciclopedia de Diderot (1751) representaba el coronamiento de la Razón. Cuarenta años más tarde, la Razón deificada se volvía objeto de un culto religioso público:

“El 20 de brumario (10 de noviembre de 1793), tres días después que sacerdotes, con el obispo metropolitano Gobel a la cabeza, se ‘secularizaron’ delante de la Asamblea, Chaumette propuso solemnizar ese día en el cual ‘la razón había retomado su primacía’. Se apresuraron en poner por obra una idea tan noble y así se decidió que el Culto de la Razón sería celebrado, grandiosamente, en Notre Dame de Paris, expresamente adornada por el pintor David. En la cima de una montaña de cartónpiedra, un pequeño templo griego albergaba una hermosa bailarina, orgullosa de haber sido elegida ‘diosa razón’; coros de jovencitas coronadas de flores cantaban himnos. Cuando la fiesta hubo acabado, se observó que los representantes no eran numerosos; se partió en procesión con la Razón para visitar a la Convención nacional, cuyo Presidente abrazó a la diosa.”Pero ese racionalismo demasiado radical no agradó a Robespierre; cuando en marzo de 1794 hubo abatido a los “exagerados”.

“Le pareció que su omnipotencia debía fundarse sobre bases altamente teológicas y que él coronaría su obra, estableciendo un Culto del Ser Supremo, del cual sería sumo-sacerdote. El 18 de floreal del año II (7 de mayo de 1794) pronunció un discurso ‘sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales con los principios republicanos y sobre las fiestas nacionales’; y la Convención vota su impresión. Aseguraba que ‘la idea del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma’ es un llamado continuo a la justicia, y que por lo tanto, es social y republicana. El nuevo culto sería el de la virtud. Fue votado un decreto, según el cual el pueblo francés reconocía los dos axiomas de la teología robesperista, y una inscripción consagrando el hecho, se colocaría en el frontón de las iglesias. Seguía una lista de fiestas feriadas que ocupaba dos columnas: la primera de la lista era aquella del ‘Ser supremo y de la Naturaleza’; fue decidido que el ‘20 de prairial’ (8 de junio de 1794), fuese celebrada. Y así fue: comenzó en el jardín de las Tullerías, donde una hoguera gigante devoraba en sus llamas la imagen monstruosa del ateísmo, mientras Robespierre pronunciaba un místico discurso. Luego de cantar la multitud himnos de circunstancia, se inició un desfile hasta el Campo de Marte, donde toda la asistencia siguió un carro abanderado de rojo jalado por ocho bueyes, cargado de espigas y de follaje, sobre los cuales estaba entronizada una estatua de la libertad.”Las mismas divagaciones del racionalismo, las “variaciones” de esa “religión en los límites de la simple razón”, demuestran suficientemente su falsedad.

2. “La independencia del hombre, de la familia, de la profesión y sobre todo del Estado, en relación a Dios y a Jesucristo, a la Iglesia; es según los puntos de vista, el naturalismo, el laicismo, el latitudinarismo (o indiferentismo) (...) De ahí la apostasía oficial de los pueblos que rechazan la realeza social de Jesucristo, y desconocen la autoridad divina de la Iglesia.”

Ilustraré esos errores por medio de algunas consideraciones:
El naturalismo sostiene que el hombre está encerrado en la esfera de lo natural y que de ninguna manera está destinado por Dios al estado sobrenatural. La verdad es otra: Dios no ha creado al hombre en estado de naturaleza pura. Dios ha establecido al hombre desde el comienzo en el estado sobrenatural: “Dios, dice el Concilio de Trento, constituyó al primer hombre en estado de santidad y de justicia” (Dz. 788). Que el hombre haya sido destituido de la gracia santificante fue la consecuencia del pecado original, pero la Redención mantiene el designio de Dios: el hombre permanece destinado al orden sobrenatural. Ser reducido al orden natural es para el hombre un estado violento que Dios no aprueba. He aquí lo que enseña el Card. Pie, mostrando que el estado natural no es en sí malo, pero que sí lo es la privación del orden sobrenatural:

“Enseñaréis, entonces, que la razón humana tiene su poder propio y sus atribuciones esenciales; enseñaréis que la virtud filosófica posee una bondad moral e intrínseca que Dios no desdeña recompensar, en los individuos y en los pueblos, por medio de ciertos premios naturales y temporales, algunas veces incluso por favores más altos. Pero enseñaréis, también, y probaréis con argumentos inseparables de la esencia misma del cristianismo, que las virtudes y las luces naturales no pueden conducir al hombre a su fin último, que es la gloria celestial.

“Enseñaréis que el dogma es indispensable, que el orden sobrenatural en el cual el Autor mismo de nuestra naturaleza nos constituyó, por un acto formal de su voluntad y de su amor, es obligatorio e inevitable. Enseñaréis que Jesucristo no es facultativo y que fuera de su ley revelada no existe, ni existirá jamás ningún término medio filosófico y sereno en donde quienquiera que sea, alma selecta o alma vulgar, pueda encontrar el reposo de su conciencia y la regla de su vida.

“Enseñaréis que no solo importa que el hombre haga el bien, sino que importa sobremanera que lo haga en nombre de la fe, por un movimiento sobrenatural, sin lo cual sus actos no alcanzarán el término final que Dios le señaló, es decir, la felicidad eterna de los cielos...”Así, en el estado de la humanidad concretamente querido por Dios, la sociedad no puede constituirse ni subsistir fuera de Nuestro Señor Jesucristo. Es la enseñanza de San Pablo:

“Pues por El fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra (...) todo ha sido creado por El y para El; El es antes que todas las cosas, y todas subsisten por El.” (Col. 1, 16-17)

El designio de Dios es de “recapitular todo en Cristo” (Ef. 1, 10), es decir, poner todas las cosas bajo una sola cabeza, Cristo. El Papa San Pío X tomará esas mismas palabras de San Pablo como lema: “Omnia instaurare in Christo”, todo instaurar, todo restaurar en Cristo: no solamente la religión, sino también la sociedad civil.
“No, venerables Hermanos –es necesario recordarlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual, en los cuales cada uno se coloca como doctor y legislador–, no se construirá la sociedad de un modo diferente a como Dios la ha edificado; no se edificará la sociedad si la Iglesia no pone las bases y no dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventarse ni la ciudad nueva por edificarse en las nubes. Ella ha sido, ella es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar, en sus cimientos naturales y divinos, contra los ataques siempre renacientes de la utopía malsana, de la rebelión y de la impiedad: ‘omnia instaurare in Christo’.”
Jean Ousset escribió páginas excelentes sobre el naturalismo, en su obra maestra Para que El Reine, en su segunda parte titulada: Las Oposiciones a la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo. Señala tres categorías de naturalismo: un “naturalismo agresivo o netamente manifiesto” que niega la existencia misma de lo sobrenatural, aquel de los raciona-listas (cf. más arriba); luego un naturalismo moderado que no niega lo sobrenatural, pero que rehúsa acordarle la preeminencia, porque sostiene que todas las religiones son una emanación del sentido religioso: es el naturalismo de los modernistas; finalmente, el naturalismo inconsecuente, que reconoce la existencia de lo sobrenatural y su preeminencia divina, pero lo considera como “materia opcional”: es el naturalismo práctico de muchos cristianos flojos. El laicismo es un naturalismo político: sostiene que la sociedad puede y debe ser constituida y que puede subsistir sin tener para nada en cuenta a Dios y a la religión, sin tener en cuenta a Jesucristo, sin reconocer su derecho a reinar, es decir de inspirar con su doctrina toda la legislación del orden civil. Los laicistas quieren, en consecuencia, separar el Estado de la Iglesia (el Estado no favorecerá la religión católica y no reconocerá los principios cristianos como suyos), y separar la Iglesia del Estado (se reducirá la Iglesia al derecho común de todas las asociaciones frente al Estado y no se tomará en cuenta ni su autoridad divina, ni su misión universal). En consecuencia se establecerá una instrucción e incluso una educación “pública” –a veces obligatoria– y laica, es decir atea. ¡El laicismo, es el ateísmo del Estado, pero sin el nombre! Volveré sobre este error, propio del liberalismo actual y que goza del favor de la declaración del Vaticano II, sobre la “libertad religiosa”. El indiferentismo proclama indiferente la profesión de una religión o de otra cual-quiera; Pío IX condena este error:

“Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera.”
Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier religión el camino de la salvación eterna y alcanzar la eterna salvación.”Deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo.”

Es fácil descubrir las raíces racionalistas o modernistas de esas proposiciones. A ese error se agrega el indiferentismo del Estado en materia religiosa; el Estado establece por principios que no es capaz (agnosticismo) de reconocer la verdadera religión como tal y que debe acordar la misma libertad a todos los cultos.

Aceptará, eventualmente, conceder a la religión católica una preeminencia de hecho, porque es la religión de la mayoría de los ciudadanos, pero reconocerla como verdadera, sería, dicen, querer restablecer la teocracia; pedirle juzgar la verdad o falsedad de una religión sería, en todo caso, atribuir al Estado una competencia que no tiene. Ese error profundo, Mons. Pie (todavía no cardenal) se atrevió a exponerlo, así como la doctrina católica del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo, al emperador de los franceses, Napoleón III. En una entrevista memorable, con un valor enteramente apostólico, dio al príncipe una lección de derecho cristiano, de lo que se llama el derecho público de la Iglesia. Con esa célebre conversación, terminará este capítulo. Fue el 15 de mayo de 1856, nos dice el Padre Théotime de Saint Just, de quien tomo esta cita. Al Emperador que se jactaba de haber hecho por la religión más que la Restauración  misma, el obispo respondió:

“Me apresuro a hacer justicia de las religiosas disposiciones de Vuestra Majestad y sé reconocer, Señor, los servicios que ella ha hecho a Roma y a la Iglesia, particularmente en los primeros años de su gobierno. ¿Tal vez la Restauración no hizo más que vos? Pero dejadme agregar que ni vos ni la Restauración habéis hecho por Dios lo que había que hacer, porque ni uno ni otro ha restaurado su trono, porque no han renegado los principios de la Revolución cuyas consecuencias prácticas sin embargo, combatís. Pues el evangelio social del cual se inspira el Estado sigue siendo la declaración de los derechos humanos, que no es otra cosa, señor, más que la negación formal de los derechos de Dios.

Ahora bien, es derecho de Dios gobernar tanto a los Estados como a los individuos. No es otra cosa lo que Nuestro Señor ha venido a buscar a la tierra. El debe reinar inspiran-do las leyes, santificando las costumbres, esclareciendo la enseñanza, dirigiendo los consejos, regulando las acciones tanto de los gobiernos como de los gobernados. Allí donde Jesucristo no ejerce ese reinado, hay desorden y decadencia.”

 “Ahora bien, debo deciros que El no reina entre nosotros y que nuestra Constitución está lejos de ser la de un Estado cristiano y católico. Nuestro derecho público establece efectivamente que la religión católica es la de la mayoría de los franceses, pero agrega que los otros cultos tienen derecho a una protección igual. ¿No es eso proclamar equivalente-mente que la Constitución protege por igual la verdad y el error? ¡Y bien! Señor, ¿sabéis vos lo que Jesucristo responde a los gobiernos culpables de tal contradicción? Jesucristo, Rey del cielo y de la tierra, les responde: ‘Yo también, gobiernos que os sucedéis derrocándoos los unos a los otros, Yo también os concedo igual protección. He concedido esta protección al emperador vuestro tío, he concedido la misma protección a los Borbones, la misma protección a Luis-Felipe, la misma protección a la República, y a vos también, la misma protección os será concedida’.

“El Emperador cortó al obispo: ‘Sin embargo, creéis vos que la época en la cual vi-vimos comporta tal estado de cosas, y que ha llegado el momento de establecer ese reino exclusivamente religioso que vos me pedís? ¿No pensáis, Monseñor, que sería desencadenar todas las malas pasiones?’ “Señor, cuando los grandes políticos como Vuestra Majestad me objetan que no ha llegado el momento, no me queda más que someterme, porque no soy un gran político. Pero soy obispo, y como obispo les digo: ‘No ha llegado para Jesucristo la hora de reinar, ¡y bien!, entonces tampoco ha llegado para los gobiernos la hora de perdurar’.”

Para cerrar estos dos capítulos sobre las características del liberalismo, quisiera hacer resaltar lo que hay de más fundamental en la liberación que propone a los hombres, solos o reunidos en sociedad. He explicado cómo el liberalismo es el alma de toda revolución, y cómo también, desde su nacimiento en el siglo XVI, es el enemigo omnipresente de Nuestro Señor Jesucristo, Dios encarnado. De allí que no haya dudas: puedo afirmar que el liberalismo se identifica con la Revolución. El liberalismo es la revolución en todos los ámbitos: es la revolución radical.

Mons. Gaume escribió algunas líneas sobre la Revolución, que me parecen caracterizar perfectamente al liberalismo:

“Si arrancando su máscara, le preguntáis (a la Revolución): ¿quién eres tú? ella os dirá: ‘No soy lo que se cree. Muchos hablan de mí, pero pocos me conocen. No soy ni el carbonarismo... ni el motín... ni el cambio de la monarquía en república, ni la sustitución de una dinastía por otra, ni los disturbios momentáneos del orden público. No soy ni las vociferaciones de los jacobinos, ni los furores de la Montaña, ni el combate de barricadas, ni el saqueo, ni el incendio, ni la ley agraria, ni la guillotina, ni los ahogamientos. No soy ni Marat, ni Robespierre, ni Babeuf, ni Mazzini, ni Kossuth. Esos hombres son mis hijos, no son yo. Esas cosas son mis obras, no son yo. Esos hombres y esas cosas son hechos pasajeros y yo soy un estado permanente.”


“Soy el odio de todo orden no establecido por el hombre y en el cual no sea rey y Dios a la vez. Soy la proclamación de los derechos del hombre sin preocupación de los derechos de Dios. Soy la fundación del estado religioso y social sobre la voluntad del hombre en vez de la voluntad de Dios. Soy Dios destronado y el hombre puesto en su lugar. He aquí por qué me llamo Revolución, es decir subversión…”

CONTINUA...

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