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jueves, 3 de diciembre de 2015

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S. E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"



Carta Pastoral nº 1
LA IGNORANCIA RELIGIOSA

Dios de lo alto de los cielos mira los hijos de los hombres para ver si hay algún sabio que busca a Dios. Todos están extraviados, todos son pervertidos”. Con estas palabras del salmista hacen eco las de San Pablo: “Los hombres son inexcusables, puesto que habiendo conocido a Dios, no lo han glorificado como Dios y no le han dado gracias, pero se han vuelto vanos en sus pensamientos y su corazón sin inteligencia se cubrió de tinieblas”.

¿Estas comprobaciones no son aun de la mayor actualidad? ¿No es verdad que en nuestros días son numerosos los que no se preocupan ni de Dios ni de las cosas celestiales, numerosos los que no conocen nada de la religión cristiana y de los misterios de Cristo? Aun más, no es raro ver a numerosos bautizados ignorar todo o casi todo de la religión, incapaces de recitar las oraciones más elementales. ¡Cuántos entre ellos, aun con diplomas universitarios, son incapaces de distinguir la verdadera religión en la cual han sido bautizados, de las herejías o cultos inventados por los hombres! Si esta ignorancia se justifica para los que viven en un ambiente pagano y que hacen loables esfuerzos para salir de él, es inexcusable para los que viven en un ambiente cristiano y tienen, con una cierta instrucción, todos los medios a su disposición para acceder a la sabiduría que hace del hombre una criatura verdaderamente hecha a la imagen de Dios.
Todos aquellos que tienen todavía el celo de la gloria divina - dice nuestro Santo Padre, el Papa San Pío X - buscan las causas y las razones de la disminución de las cosas divinas; unos dan una, otros otra, y cada uno según su opinión propone medios diferentes para defender o restablecer el reino de Dios sobre la tierra. En cuanto a nosotros, sin desaprobar el resto, creemos que hay que adherir al juicio de aquellos quienes atribuyen el relajamiento actual de las almas y su debilidad, con los males tan graves que resultan, principalmente a la ignorancia de las cosas divinas. Es exactamente lo que Dios decía por boca del profeta Oseas: «No hay más ciencia de Dios sobre la tierra: la calumnia, la mentira, el homicidio, el robo y el adulterio desbordan y la sangre sigue la sangre. He aquí por qué la tierra gemirá y todos los que la habitan serán debilitados»”.

¡Cuántos creen poder contentarse con una instrucción religiosa recibida antes de los once años, edad donde uno no es capaz de poseer perfectamente una ciencia profana! Si bien es cierto que la religión es natural al hombre y que en la edad donde las pasiones no han oscurecido todavía la inteligencia, la elevación del alma a Dios es fácil y espontánea, sin embargo, la verdadera ciencia que funda la convicción que permitirá resistir a los asaltos interiores y exteriores del demonio y del mundo es imposible adquirirla en esta época de la vida. ¡De qué crimen se harán quizás culpables los padres que estiman inútil para los hijos el proseguir su instrucción religiosa más allá de la profesión de fe! Se engañan los que creen que la ciencia de la religión es buena para la infancia, pero que el adolescente y el adulto deben considerarse eximidos de este conocimiento, que una cierta práctica de la religión, como la asistencia a una misa vespertina el domingo, la única comunión pascual, bastan para llevar una vida cristiana.

Uno no se ha de extrañar más de ver a los cristianos practicar el estricto minimum pedido por la Iglesia y viviendo en el mundo como gente sin fe y sin moral. La voluntad extraviada y enceguecida por las malas pasiones - dice San Pío X - tiene necesidad de un guía que muestre el camino para hacerla entrar en los senderos de la justicia que cometió el error de abandonar. Ese guía no tenemos que buscarlo afuera, nos fue dado por la naturaleza: es nuestra inteligencia. Si le falta la verdadera luz, es decir, el conocimiento de las cosas divinas, será la historia del ciego conduciendo al ciego; los dos caerán en la zanja”. Mucho peor aún, muy a menudo ocurrirá que el adolescente abandonará toda práctica religiosa y no tardará en dejar toda moral, con gran desolación de los sacerdotes y religiosos que habrán intentado todo para mantener a estas jóvenes almas en la vía del deber y la salvación eterna.

Desgraciadamente, si es verdad que los adultos son cautivados y fascinados más que nunca por todas las invenciones de la ciencia moderna que arrastran al mundo a una actividad febril, si es verdad que el espíritu de los hombres es atraído más que nunca hacia todo lo que cautiva los sentidos, ¿cómo van a resistir los jóvenes esta atracción si no tiene en el fondo de sus almas y de sus inteligencias una atracción más poderosa hacia Dios, por un conocimiento más perfecto de las riquezas insondables de su misericordia, de su poder y de su amor infinito, que nos ha manifestado haciendo de su divino Hijo nuestro Hermano y nuestro alimento? En efecto, Nuestro Señor nos enseña que la “la vida eterna consiste en el conocimiento de Dios y de su divino Hijo Jesucristo”. ¿Vamos a abandonar la vida eterna, por nuestra ignorancia de las cosas divinas, por seguir las atracciones de esta vida efímera y caduca? Se comprueba entre los hombres de nuestro siglo una nerviosidad enfermiza, provocada por una actividad de los sentidos desproporcionada con las fuerzas físicas que Dios nos ha dado. La radio, el cine y, en general, las invenciones modernas son en buena medida la causa de ello.

Pero ellas serían un mal menor si uno supiera usarlas con moderación. Ahora bien, ¿no vemos, al contrario, la precipitación y la avidez con la cual se persiguen estas sensaciones y estas impresiones violentas? Las consecuencias se hacen sentir muy claramente en la inteligencia, que depende en su actividad de nuestro sistema nervioso. Es así que los chicos y los jóvenes muestran una gran dificultad para mantener una atención sostenida en clase, que la gente madura muestra repugnancia a un trabajo intelectual sostenido, a un esfuerzo de atención prolongado. ¿Qué será entonces cuando se trate de cuestiones religiosas, en las que los sentidos no tienen más que una parte reducida, donde será necesario, desde las cosas sensibles, elevarse hacia las realidades espirituales?

Sin embargo quien negará, dice el Papa Pío XI, “¡ ... que los hombres creados por Dios a su imagen y semejanza, teniendo su destino en Él, perfección infinita, y encontrándose en el seno de la abundancia, gracias a los progresos materiales actuales, se dan cuenta hoy más que nunca de la insuficiencia de los bienes terrenales para procurar la verdadera felicidad de los individuos y de los pueblos! Así sienten más vivamente en ellos esta aspiración hacia una perfección más elevada, que el Creador ha puesto en el fondo de la naturaleza razonable”. Para satisfacer esta aspiración generosa hacia Dios y las realidades eternas, y remediar esta ignorancia de Dios y de los misterios divinos, ¿qué debemos hacer? Primero tener el deseo de adquirir la verdadera sabiduría, la inteligencia de las cosas de Dios. Además, extraer esta ciencia de su verdadera fuente, que es la Iglesia.

Por fin, y sobre todo, entregarnos a la oración. En efecto, no basta que hable el sacerdote, que escriba, aún es necesario escucharlo con un deseo sincero de instruirse. “Hijo mío - dice el profeta - no te apoyes sobre tu propia inteligencia ... busca la sabiduría, mantén la instrucción, no la abandones, pues es tu vida ... Hombres, es a ustedes a quienes grito; escuchen, pues tengo que decir cosas magníficas”. Es así que exhorta a los fieles a escuchar su palabra y se coloca como ejemplo:. “He deseado la sabiduría y me ha sido dada; la he requerido y la he buscado desde mi juventud”.

Tengamos cuidado de no ahogar en nosotros, y sobre todo en las almas de los niños, este deseo de conocer y amar a Dios que está dentro de todo ser humano según estas palabras de San Agustín: “Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”. Como el siervo sediento desea alcanzar la fuente donde podrá apagar su sed, vayamos nosotros también a la fuente de la sabiduría. Ahora bien: toda sabiduría y toda ciencia están en Nuestro Señor Jesucristo, el esplendor del Padre celestial. De Él ya hablaba el Antiguo Testamento en estos términos:

Venid a mí, vosotros que me deseáis con ardor, y llenaos de los frutos que llevo: aquel que me escucha no será confundido”.
Él mismo dice: “Mis ovejas escuchan mi voz, y las conozco, y me siguen y les doy la vida eterna”. “Aquel que cree en Mí, cree en Aquél que me ha enviado”. Y agrega, dirigiéndose a sus Apóstoles: “Aquél que a vosotros escucha, a Mí me escucha; aquel que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia”.

El colegio de los Apóstoles, que tiene por cabeza a San Pedro, es la Iglesia. Y la Iglesia continua levantando su voz por medios de los obispos y de los sacerdotes. Concluiremos, entonces, que aquél que desee adquirir la ciencia de Dios, debe escuchar al sacerdote que dispensa la enseñanza de la Iglesia. Ahora bien, el sacerdote dispensa esa enseñanza de varias maneras: por la predicación dominical, la de los días de fiesta, por las instrucciones de cuaresma, por sus conversaciones y sus visitas a domicilio, en las cuales aconseja, refuta los errores, indica el camino de la verdad. Debe combatirse la costumbre que tienen algunos fieles de elegir, sin motivo razonable, para cumplir su obligación dominical, la misa del domingo en la que no hay predicación.

Además, el sacerdote enseña mediante el catecismo a los chicos y a los adultos. A propósito: que los padres recuerden el grave deber que tienen de enviar a sus hijos al catecismo, aún al catecismo de perseverancia. La instrucción religiosa no es menos indispensable para el chico que sigue sus estudios en una escuela laica que para aquél que es alumno de una escuela católica. Que los padres hagan todo lo que esté a su alcance para suplir aquello que le falta al colegio. Es esta una de sus obligaciones más esenciales.

Hemos podido comprobar con alegría que más fieles serviciales se ponían a disposición de los Padres para ayudarles en la enseñanza del catecismo. Que sepan cuán agradable a Dios y a la Iglesia es su generosidad, y que atraen sobre ellos las bendiciones del cielo. Otro modo de enseñanza de la Iglesia es aquel que se cumple por la prensa, ya se trate de libros, revistas, diarios u otras publicaciones, que nutren y esclarecen la inteligencia y le dan el conocimiento de las cosas divinas. El libro de oro de la ciencia de Dios es, ante todo, el libro de las Sagradas Escrituras. Que los obispos - dice Pío XII - alienten todas las iniciativas emprendidas por los apóstoles celosos, con el fin loable de excitar y mantener entre los fieles el conocimiento y el amor de los libros santos”.

Favorezcan, entonces, y sostengan estas piadosas asociaciones que se proponen difundir entre los fieles los ejemplares de las santas letras, sobre todo de los Evangelios, y vigilen que la piadosa lectura se haga todos los días en las familias cristianas ... Como lo dice San Jerónimo: “La ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo”. Si hay algo que tiene el hombre sabio en esta vida y que lo persuade, en medio de los sufrimientos y de los tormentos de este mundo, de mantener la identidad de su alma, estimo que es en primer lugar la meditación y la ciencia de las Escrituras. De todo corazón animamos a nuestros fieles a adquirir esta excelente costumbre, aconsejada por nuestro Santo Padre el Papa, de leer en familia algunos extractos de estos libros inspirados.

Queridísimos hermanos, no descuiden nada de lo que pueda darles un conocimiento más profundo de nuestra santa religión y del autor de toda gracia, Nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué fuerza, qué consolación! ¡Qué esperanza en las tribulaciones y en las pruebas, qué fe cristiana que nos lleva ya a las realidades eternas! Al deseo de la ciencia de Dios, a la preocupación de abrevar de las fuentes de la verdad, es necesario unir la oración, la del ciego sobre el camino de Jericó, a quien Jesús preguntaba lo que deseaba: “¡Señor, que vea!”. Con qué acento hubo de pronunciar este pobre enfermo estas palabras: “¡ ... que vea!”. Y no se trataba, sin embargo, más que de la visión de las cosas pasajeras. ¡Podríamos repetir estas palabras con una insistencia y un corazón que muevan la misericordia de Dios!

En esta Santa Cuaresma, esforcémonos por rezar con más humildad, con más contrición -”Dios no desdeña el corazón contrito y humillado”- a fin de que la luz de la sabiduría y de la ciencia se levante en nuestras almas como una aurora de paz y de bendición, esperando que el día del Señor nos encuentre para siempre en posesión de la eternidad bienaventurada.

Monseñor Marcel Lefebvre

(Carta Pastoral -Dakar- 25/enero/ 1948)

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