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jueves, 19 de noviembre de 2015

¡LAS BIENAVENTURANZAS! ( continuación )



Pero en la antigüedad un rey era el padre del pueblo, el hogar de todos los sentimientos patrióticos; y en la época de Cristo este sentimiento tenía, en el pueblo judío toda su fuerza, y había sido querido por el mismo Dios (recordemos lo que había sido el Rey David, y el concepto y veneración que aún se le guardaba en la época de Cristo; y lo acusarán de haber querido hacerse Rey...). El pueblo conservaba la esperanza de una realización carnal de las promesas y Cristo debía revertir esa confusión, transformarla y elevarla a un plano superior del cual todo el Antiguo Testamento no había sido sino figura... Y esto no lo lograría sino con el duro golpe de la lanza, desde su corazón traspasado de donde nacerá el nuevo Reino de Dios, la Iglesia... Y el anuncio de este Reino sacude las fibras de todos los hombres, porque responde también a sentimientos, afectos que están en nuestra misma naturaleza...
                
allí están las bienaventuranzas ¡qué sacudida! ¡qué paradojas!

Si hiciéramos una encuesta hoy acerca de qué es la felicidad ¿cuántos responderían que es la pobreza, en llorar, en padecer hambre y sed de justicia? Si respondieran así diríamos que están locos o son unos depravados... nosotros mismos pensamos que la riqueza, la buena fama, la saciedad, es parte de la felicidad... Las bienaventuranzas son el contrapunto, detalle por detalle de la moral corriente. Y sin embargo, ellas tiene razón, a pesar de su forma paradójica... ¿Acaso no nos obligan a mirar de frente ciertas experiencias corrientes, de las cuales huimos y sin embargo son inherentes a nuestra condición humana? ¿Acaso no son mucho más realistas que nosotros con nuestros ideales? Ellas son la realidad y la verdad y enseñan al hombre la fe y la valentía; hacen nacer en nuestro corazón la asombrosa esperanza de una fuerza nueva, capaz de sostenernos en las pruebas más terribles, y nos hace sacar de ellas gozo, verdadera alegría a causa de Cristo en quien creemos.

Si las enfrentamos así, con este espíritu, ellas obrarán en nuestra vida como el arado en el campo, que tirado con fuerza, hunde en la tierra su reja, y abre una profunda herida, un gran surco. En ese mismo movimiento da vuelta la tierra, entierra la mala semilla y deja preparada la tierra para la nueva semilla, que caerá en esta tierra renovada, para abrigarse, germinar y dar como fruto el ciento por uno... Así obran, debieran obrar las bienaventuranzas en nuestra vida interior... Nos hiere con la cuchilla, la reja de las pruebas, con las peleas que pone frente al hombre viejo. Da un vuelco a nuestras ideas y proyectos, contraría nuestro deseo, nos pone patas arriba , pobres y desnudos frente a Dios. Y todo para hacer sitio en nosotros a la nueva vida, el grano de mostaza evangélico, la gracia que debemos guardar con paciencia y fe hasta que de su fruto...

¿Cómo entonces practicarlas? ¿qué debemos hacer para vivir esas bienaventuranzas?

Afirma Santo Tomás que nos acercamos a ellas por el ejercicio de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo. Son como la obra eminente de ambos. Son actos perfectos de la virtud empujada por los dones del Espíritu Santo. Así  la virtud, cada una de las siete que conocemos, y  los dones, cada uno de los siete, van obrando en el hombre dócil un trabajo de crecimiento espiritual.
               
¿De qué manera?

Comenzarán por descartar las falsas felicidades de la vida voluptuosa. Dicho en otras palabras, las tres primeras bienaventuranzas corresponden a la vida purgativa, propia de los que comienzan...Mientras el mundo busca su felicidad en la abundancia de bienes exteriores, en las riquezas, en los honores, en los placeres, las virtudes contrarias y los dones correspondientes, nos llevan a las tres primeras bienaventuranzas. En el lenguaje de la Biblia se designan las cosas de modo directo y vivo, experimental si pudiéramos hablar así. Nosotros distinguimos una pobreza en el plano material, moral, espiritual, religioso; pero para la Biblia todos estas ideas van entrelazadas. El rico no sólo es quien tiene bienes de fortuna, pero de ellos saca soberbia y se cree superior; tiene poder y lo utiliza en beneficio propio... Por el contrario, sufre la injusticia, el desprecio, no tiene quien lo defienda y comprende la necesidad de la ayuda divina..., es humilde y confiado, dispuesto a observar la ley de Dios. Pero esto es insuficiente para intentar penetrar la paradoja de la primera bienaventuranza.  De lo primero que debe el hombre despojarse es de los bienes materiales. Y este desprendimien­to puede tener diversos grados.

Una pobreza efectiva, hasta la falta del mismo sustento, no por vanagloria o para dedicarse a la filosofía como ocurría con algunos paganos, sino aquella pobreza so­bre­lle­va­da sin murmuración ni tristeza ni impaciencias: son los mendigos humildes; o  una pobreza de corazón, porque teniendo bienes, no están apegados a ellos: son los que viven sin orgullo ni estridencias por los bienes que poseen, humildemen­te: es el caso de Abrahán; por último, los hay que han asumido voluntaria­mente la pobreza y viven según el espíritu de esa vocación:  son los que han abrazado la vida religiosa... A todos estos Cristo, les dice:

"Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos".

               
                Esa es la verdadera pobreza de espíritu...

La pobreza de espíritu es la pobreza que ha penetrado en nuestro corazón, en nuestro espíritu, con su aguijón, con su herida, y gracias a nuestra aceptación voluntaria de la providencia con fe, esperanza y en la caridad. El sólo buscar el reino de Dios, las riquezas del Cielo, de Dios es lo que debemos desear.

"Señor - rezaba por su lado San Agustín -, cuando medito en vuestra pobreza, como quiera que la considere, me resulta vil toda adquisición mía...dadme lo que es eterno, concededme lo que permanece. Dadme vuestra Sabiduría, dadme vuestro Verbo, Dios de Dios, dadme a Vos, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo".

Por eso la pobreza, puede alcanzarlos en la salud, en la enfermedad, debilidades de todo tipo; en el afecto, por la soledad, la falta de cariño, de comprensión; en la edad, por la declinación de nuestras fuerzas, la belleza se marchita y el tiempo que nos queda se nos escapa como el agua entre los dedos... Pobreza en el futuro, por el fracaso de planes y ambiciones justas, en el hogar, en la carrera, en el trabajo... La pobre del error y del pecado... Y hay así pobres que no lo son de espíritu y por eso son  ricos:  son los que sin tener dinero, rechinan los dientes y envidian y odian por no tener, son los que rechazan y maldicen su pobreza. Todos estos son ricos en orgullo. Están también los que tiene dinero y lo aman, y son los avaros, los que se esfuerzan en conseguirlo. Hay por último quienes gozan de las riquezas, los poderosos que ambicionas crecer en la riqueza.Sobre ellos Cristo nos va a enseñar a lo que lleva su orgullo, ambición y codicia :"¡Ay de vosotros los que estáis hartos de los bienes de la tierra, porque padeceréis hambre!" (Lc. 6,25). Por eso San Bernardo afirmaba que Quien a expresado y compendiado mejor esta bienaventuranza es Santa Teresa de Jesús en aquellos versos que todos conocemos:
                               

  Nada te turbe, nada te espante...
                              
  Quien a Dios tiene Nada le falta
                       
  Todo lo alcanza...Sólo Dios basta.

Las riquezas dividen a los hombres, engendran peleas, violencias y hasta guerras,  desatan las pasiones, y es necesario luchar contra todo ello.
                De allí  que Jesús nos de la segunda lección:

"Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra".

Así fue como venció San Francisco de Sales, el santo de la mansedumbre, la furia de un hombre que lo aborrecía y que cierto día lo injurió de mil maneras. Al preguntarle como había hecho, contestó: "mi lengua y yo hemos hecho un pacto inviolable, y hemos convenido en que, mientras mi corazón esté en emoción, la lengua no tiene que decir nada. ¿Podía yo enseñar mejor a este pobre hombre ignorante el modo de poseerse que callando? Y su cólera ¿podía apaciguarse por otro medio que con el silencio?". La mansedumbre nos hace gratos a Dios y a los hombres y nos asemeja a Cristo que dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11, 29).
El tema de la mansedumbre ocupa un lugar importante en las Escrituras, y del texto del párrafo anterior resulta que ella se nos muestra como una cualidad de Cristo. En el salmo 34, se invita a al hombre "a gustar y ver cuán suave es el Señor", y en el libro de la Sabiduría se enseña que el maná en el desierto "era el alimento que mostraba la dulzura de Dios hacia sus hijos" (Sab. 16,21).

Sin embargo existe una dificultad al pretender comprender la paradoja que encierra, y ello porque lo primero que aparece en nosotros respecto a la mansedumbre es una idea que la aleja de la fortaleza y del vigor. En lo moral, un hombre manso nos lleva a pensar en que tiene una mujer mandona y él un pobre sin carácter que a todo dice sí... Y el símbolo de la mansedumbre es el cordero que está hecho para ser trasquilado, y al final, para ser llevado al matadero. Terminamos separando, aislando la mansedumbre de la fortaleza, de la energía... Y por cierto el tema tiene su importancia porque está en juego la virilidad, la reciedumbre, el valor de nuestra fe, de la moral cristiana. Parecería que el católico no está llamado a luchar en la vida, enfrentar las dificultades en la sociedad en que vive... para encontrar luz, debemos recurrir a la experiencia, y particularmente a la experiencia de nuestra vida interior: ¿Quién no experimentado la violencia que debe hacerse uno mismo- cuando sentimos que la cólera se levanta, cuando la envidia nos aguijonea, cuando se excita en nosotros cualquier otra pasión- para conservar un poco de sangre fría, de dominio de sí, de esa mansedumbre frente a los demás que un resto de razón nos aconseja?.

Así lejos de asociarse con la debilidad, la verdadera mansedumbre es más un coronamiento de un largo combate contra la violencia desordenada de nuestros sentimientos. La mansedumbre encierra pues, una gran fuerza interior, un gran vigor..., dominio de sí, generosidad, bondad frente a los demás... Hay ciertamente diversos grados de mansedumbre y también por tanto de bienaventuran­za: están los que hablan a todos con corazón y palabras mansas, los que quebrantan la ira ajena con la respuesta dulce,  quienes sufren mansamente las injurias y robos, los que se alegran en Cristo en tales daños, en fin, los que vencen la malicia de los enemigos y su rabia con su mansedumbre y beneficios hasta ganarlos como amigos. Enseña San Agustín que "manso es aquel que en todas sus obras y en todo lo que hace de bueno, procura agradar sólo a Dios, y aunque tenga que sufrir adversidades no desagrada a Dios".

Y un teólogo añade que mansos "son los que no juzgan temerariamente, que no ven en su prójimo a un rival a quien hay que hacer a un lado, sino a un hermano a quien socorrer, a un hijo de su mismo Padre celestial..., los que no se obstinan con terquedad en el propio juicio".

No se trata entonces de una blandura que no choca con nadie por tener miedo de todos; la mansedumbre supone un gran amor de Dios y del prójimo porque  es la flor de la caridad.
Su premio es la posesión de la tierra, posesión que San Jerónimo interpreta por el cielo,  que es la patria de los que verdaderamente viven, y Santo Tomás ve significada por la estabilidad de los bienes eternos.


CONTINUA... 

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